El lunes pasado recordé en un tuit que era el día en el que quienes nos ganamos el salario honestamente teníamos el legítimo derecho de celebrar. Al toque me respondió un cibernauta que en Paraguay todos nomás luego somos corruptos, y enseguida le hizo coro un segundo señalando que –en tal caso– deberían ser los otros quienes nos califiquen de honestos, porque si lo hacemos nosotros mismos perdemos la condición de tal.
Ambas reacciones son consecuencia de cierto discurso político que pretende justificar las trapisondas de los corruptos, públicos y privados, atribuyendo sus prácticas nefastas a toda la sociedad.
De acuerdo con esa prédica, declararse honesto en el Paraguay es ser hipócrita o asumir una actitud jactanciosa que anularía de por sí el valor de la honradez. Por supuesto que son puras patrañas. Es una mentira grosera que todos seamos deshonestos, y es igualmente falaz que debamos callar nuestra condición de probidad porque asumirla supondría incurrir en una actitud vanidosa, lo que supuestamente terminaría a la postre por anular el valor de nuestra rectitud.
En un país con tanta gente corrupta ocupando cargos públicos o deseosa de ocuparlos, y demasiadas personas henchidas de soberbia por detentar una fortuna de origen claramente ilegal no solo es legítimo marcar las diferencias, sino absolutamente necesario.
Es imperioso revalorizar la integridad, la condición de ciudadano irreprochable. Urge que salgamos a decir públicamente que se puede vivir dignamente, alcanzar el éxito y lograr una calidad de vida razonablemente buena sin violentar la ley, sin robar ni estafar, respetando reglas básicas de convivencia y manteniendo un código de ética personal.
Es fácil saber quién conquistó metas de manera honorable y quién lo hizo pisoteando principios y reglas. Quien fue funcionario toda su vida, así haya alcanzado el cargo de presidente, no puede haber amasado lícitamente una inmensa fortuna en unos pocos años; el discurso de un político no puede cambiar radicalmente de la noche a la mañana sin ninguna explicación razonable y en curiosa coincidencia con coyunturales intereses suyos de su grupo; el análisis o la opinión de un periodista sobre determinados temas no puede alterarse violentamente sin una causa plausible y en oportuna sincronía con las posiciones del propietario del medio.
Nuestras vidas dejan huellas. No es tan complicado ver si la línea trazada ha sido siempre congruente con nuestras ideas y principios a lo largo del tiempo, ni requiere de mayor esfuerzo comprobar que el incremento de cada patrimonio se corresponda con los ingresos legales y legítimos de cada uno.
Sabernos honestos nos da suficiente autoridad como para hacerle frente a ese discurso ladino que pretende meternos a todos en la misma bolsa.
Si usted es una persona honesta, siéntase orgullosa de serlo y cuando deba elegir representante no olvide que no importan el color del pañuelo que lleve, la fe que profese o los títulos que cuelgue en su sala; para que verdaderamente lo represente, lo esencial es que también sea honesto.