Ha sido una semana horrible y hay una tensión insoportable que revienta en las redes en un intercambio infinito de agravios. Por eso quiero darme y darles un respiro. Esta vez quiero limitarme a formular una pregunta que puede parecer de lo más banal –ante tantas desgracias acumuladas– pero que, en el fondo, es quizás de las más relevantes. ¿Qué nos hace felices?
En su monumental libro Sapiens, el historiador israelí Yuval Harari recuerda que esta pregunta es hoy motivo de estudios de sociólogos, neurólogos y genetistas. No es cualquier cosa, porque, en definitiva, el objetivo de la gran mayoría de los seres humanos que vivieron y vivimos en el planeta ha sido, es y será tener una vida feliz. Definir qué nos hace felices pasa a tener pues una importancia superlativa. Y ello no se limita a cada uno de manera individual, sino a las colectividades que integramos, las instituciones que creamos e incluso con respecto a cómo y para qué educamos a nuestros niños.
Varios estudios confirman lo obvio; que la cobertura de determinadas necesidades básicas –como la salud, la educación, las oportunidades de empleo y la seguridad– es absolutamente necesaria para construir un proyecto de vida que permita alcanzar niveles mínimos de satisfacción. Esos mismos estudios revelan, sin embargo, que ni siquiera esos factores determinan por completo el grado de felicidad de una persona.
Por supuesto que también tienen un peso relevante las cuestiones orgánicas. Nuestro cuerpo nos premia cuando comemos o copulamos porque son acciones necesarias para garantizar la vida y la reproducción de nuestros genes. Pero son sensaciones pasajeras. Momentos.
Ha quedado claro además que cuando encontramos un sentido a nuestra vida (aunque se trate de ficciones creadas en nuestra mente), la suma de lo que hagamos a lo largo del tiempo bajo esa consigna puede provocar altas dosis de felicidad. Esto puede incluir convicciones religiosas, sentimientos patrióticos, políticos e incluso deportivos.
El tema está abierto y cada vez hay más investigaciones al respecto. Puede parecer un debate lírico, sin ninguna utilidad práctica; pero ¿cómo construir políticas públicas exitosas si no sabemos qué hace felices a las personas cuyas vidas son en teoría la razón de ser de esas políticas?
Por ejemplo, ¿tendría sentido que busquemos el arraigo de los jóvenes que viven en el campo, promocionando la agricultura familiar campesina, si descubrimos que el anhelo de estos es migrar a la ciudad? ¿Qué pasa si la idea que se hicieron de la felicidad es trabajar en una oficina o estudiar fuera del país?
Yo pertenezco a una generación cuyo concepto de realización estaba fuertemente relacionado con la propiedad de bienes materiales. No pocos, sin embargo, descubrimos ya de adultos que lo que realmente nos producía felicidad son intangibles que se fueron perdiendo con los años, como la vida comunitaria (los amigos del barrio) y las relaciones afectivas familiares.
Hoy que la pandemia restringe terriblemente estas relaciones nos damos cuenta de cuánto necesitamos de ellas y qué tan importante son para sentirnos satisfechos con la vida. Por supuesto que la crisis económica agobia a millones en el país; pero si hiciéramos algunos de estos estudios para medir qué nos pega más fuerte, puede que descubriéramos sorprendidos que es en realidad la dificultad de juntarnos con esa gente con la que –para decirlo en términos paraguayos– nos hallamos tanto.
No hay una conclusión sobre este tema, apenas una recomendación; que analicemos cada uno qué nos hace felices y busquemos que tenga un lugar asegurado en nuestra agenda diaria. Si no, ¿cómo hacemos para sobrevivir a la corrupción pública y privada, la pandemia y estos asesinos miserables que desprecian la vida?
Necesitamos encontrar espacios de felicidad. Y todo ello, por supuesto, sin dejar de seguir combatiendo a gobiernos corruptos, burócratas inútiles y fundamentalistas trasnochados.