Por Andrés Colmán Gutiérrez
andres@uhora.com.py
Villa de San Pedro de Ycuamandyyú, agosto de 1998. La ciudad está de fiesta. Llega el presidente Juan Carlos Wasmosy para inaugurar su mayor obra de progreso en la región: un moderno aeropuerto, construido a un costo de 5 millones de dólares.
Todo está dispuesto para la ceremonia. Ya están los correligionarios encolumnados para hacer hurras. Ya está la cinta lista para ser cortada, la alfombra roja, la tarima para los discursos. En una paradisiaca finca a orillas del Jejuí se dora el asado y se enfrían las bebidas para el banquete de celebración.
Pero surge un problema: el obispo local se niega a bendecir la gran obra de progreso. Dice que no está dispuesto a apañar un “elefante blanco” que no servirá al pueblo, ya que San Pedro no necesita un aeropuerto, sino una ruta asfaltada para que los agricultores puedan sacar sus cosechas.
Hay ira e indignación. ¿Quién es ese obispo que se atreve a aguarnos la fiesta, a escupirnos en el asado? Se llama Fernando Lugo, excelencia. Un obispo rebelde, luego. Un contrera.
Una década después, el aeropuerto de San Pedro es una ruina. Las malezas crecen entre las paredes del edificio saqueado y solo los cuervos aterrizan en la pista agrietada. La región continúa aislada, sin ruta asfaltada, y las cosechas se siguen pudriendo en las cunetas cuando llueve, aunque la pavimentación avanza lentamente, con la promesa de llegar alguna vez.
El obispo Fernando Lugo ya no está en San Pedro. Renunció, aunque las versiones aseguran que “lo renunciaron”. Ahora pidió dispensa al Papa, para dedicarse a la política. El Vaticano le respondió que no puede, que está suspendido “a divinis”, pero no deja de ser obispo.
Hoy es precandidato a presidente. Fenómeno social y huracán político, favorecido por las encuestas como el único que puede desalojar de 60 años de poder al coloradismo, en las elecciones del 2008. Dicen que la Constitución inhabilita su candidatura porque sigue siendo ministro de la Religión Católica, pero eso está por verse. En este país siempre todo está por verse.
Conocí a Fernando Lugo a principios de los 80, cuando era un joven sacerdote recién llegado de una misión pastoral en Ecuador. Traía una sólida formación teológica y una manifiesta sensibilidad ante las injusticias, que lo ubicaron en la corriente más progresista del catolicismo, en la línea de la Teología de la Liberación.
Acompañé su nombramiento como obispo de San Pedro. Lo vi meterse de lleno en las tolvaneras de tierra roja, compartiendo el dolor, las luchas y las esperanzas de su feligresía mayoritariamente pobre, aunque consciente y organizada. Lo vi recoger la sangre de Sebastián Larrosa y Pedro Giménez, jóvenes mártires sampedranos asesinados en las movilizaciones por tierra y libertad.
Pero también sentí las primeras interrogantes sobre su accionar, al ver su cercana amistad con polémicos personajes, como el ex titular de la ANDE, Kencho Rodríguez, o avalando millonarios desembolsos para las organizaciones campesinas vinculadas al dirigente Elvio Benítez, durante el gobierno de González Macchi, de los que aún no se rindieron cuentas claras.
Hoy, Fernando Lugo enciende esperanzas de cambio en un amplio sector de la sociedad, pero también plantea una inquietante incógnita, porque frente a su valiosa trayectoria de lucha y compromiso con los más pobres, y a su natural vinculación con organizaciones sociales y políticas democráticas, se levantan alarmantes evidencias de su cercanía con cuestionables personajes políticos, asociados a acusaciones de corrupción o a prácticas totalitarias, como los González Quintana, los Rambo Saguier, los Otazú, los Jara Avelli y muchos otros.
¿Cuál de los Lugos es el que merece nuestra confianza?