01 dic. 2023

Teatro del sentimiento en tiempos de pandemia

Blas Brítez – bbritez@uhora.com.py

Inolvidables son los momentos y lugares de la historia en los que la ficción escénica se ha enseñoreado de popularidad y profundidad hasta formar parte fundamental de determinada cultura, de su ciudadanía incluso. Griegos y romanos, en la Antigüedad, delegaron en el teatro esta pasión por el espectáculo organizado de manera narrativa, por la catarsis emocional. Por la producción y el consumo de ficción.

Los ingleses del periodo isabelino, incluido Shakespeare (siglo XVII); los franceses y los españoles de la época de Racine y de Lope de Vega, respectivamente, catapultaron su ansiedad narrativa mediante el arte teatral, en Londres, París o Madrid. Los británicos de la época victoriana (XIX) combinaron las tablas con el pulp fiction de los periódicos impresos, con la febril novela por entregas. Depositaron en la ficción, sobre el escenario o sobre el papel, el impulso de contar historias y, más novedosamente, de convertirlas en mercancía, a partir de un autorreconocimiento cultural como objeto de mercado.

En el siglo XX, los norteamericanos incurrieron masivamente en los dramas contados por medios audiovisuales tecnológicos, en el cine y la televisión. También en la India se extendió lo propio. Mexicanos y brasileños consideran las telenovelas parte constitutiva de su vida diaria, en el corazón de sus hogares. Carlos Monsiváis escribió sobre esto en Aires de familia. Ahora los shows estadounidenses y británicos, pero también las series alemanas, holandesas, latinoamericanas o asiáticas, pueden ser ordenados por streaming y las opciones ficcionales son múltiples.

El filósofo de Corea del Sur Byung-Chul Han estima que, a la par de la proliferación de una era del control amable mediante la pantalla y los datos, se da la declinación del sentimiento en el arte teatral. Me pregunto si no se da la decadencia del teatro en sí. Esa decadencia tendría que ver con el fin de lo narrable, tal vez no tanto del hilo narrativo, clásico o romántico, como de los hechos mismos que se han vuelto inaprehensibles.

Lo narrativo es sentimental, complejo. O al revés: El sentimiento es narrativo; la emoción, no. El arte de Shakespeare no sucumbe a las emociones, a los golpes de efecto; como tampoco el de Beckett, quien a su vez expresaría el fin de la novela.

“El teatro narrativo del sentimiento cede hoy ante el ruidoso teatro del afecto”, escribe Han. Las cursivas son suyas. Agrega: “También el medio digital es el medio del afecto”. Ambos (teatro y redes sociales) no estarían dispuestos hoy a practicar la narración, sino solo a desplazarse en las impetuosas “corrientes de afecto” (shitstorms, tormentas de mierda, linchamientos digitales). En lo esencial, manifestarse en puros actos de habla.

En ciertas teorías lingüísticas, los enunciados performativos son aquellos que no solo dicen, sino hacen lo que dicen. Sin embargo, muchas de estas cláusulas (“te bautizo”, “te absuelvo”) necesitan de “criterios de autenticidad” sociales: sacerdotes o jueces, en estos ejemplos. En el tipo promedio de comunidad digital, dichos intermediarios de la verdad no serían ya necesarios porque no habría nada sagrado que proteger. Solo un teatro del afecto que renuncia a contar su drama narrativamente, en favor de ruido performativo.

Hay un visible tránsito del escenario palpable del teatro a la virtualidad remota de lo audiovisual. La pandemia acrecentó esta tendencia aséptica que amenaza con prescindir de toda cercanía física de las artes que comprometen el cuerpo.

Cuento esto porque hace poco volví a leer Karu pokã, de Julio Correa. Sentí tremendas ganas de verla en escena, esa pobreza de malcomidos. En la crisis alimenticia de la obra, provocada por una guerra que, según Néstor Romero Valdovinos, acentúa “la dramaticidad de las injusticias”, está el Paraguay de hoy. Su corrupción indolente. Pero también la emocionante toma de conciencia de un grupo de personas hartas de los agravios, su no quebrada dignidad, su ejemplaridad política. Su teatro del sentimiento.

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