07 ago. 2025

Somos felices, pero lo disimulamos

Por Moneco López

Moneco López

Moneco López

Los informes derivados de estudios inobjetablemente serios, siguen dando cuenta de que los paraguayos somos los más felices del mundo. O al menos, estamos entre los top five. Pero aquí es donde se hace presente una de las características más connotadas de nuestra idiosincrasia: la obcecación.

Haciendo caso omiso de nuestro privilegiado puesto en la lista, los paraguayos seguimos con algunos aborrecibles hábitos adquiridos en quien sabe qué tiempo. Tenemos gente empeñada en vivir en casas fácilmente inundables, en zonas cercanas al río. Y allí conviven importantes grupos inmersos en un grado de pobreza y violencia que, si no supiéramos que en realidad son felices, harían que los compadeciéramos profundamente.

También tenemos gente feliz que se suicida. ¿Qué les pasa? ¿Quieren desacreditar a los encuestadores? Y está también esa gente que invade tierras de propietarios totalmente desconocidos para ellos, empeñándose en pelear —supongo que jugando— con policías y guardias privados.

En algunos casos, la joda avanzó excesivamente, dando lugar a hechos como los de Curuguaty, de tanto realismo que asustó y asusta a cualquiera que no esté advertido acerca del espíritu bromista de los paraguayos, gente feliz que no para de hacer chanzas sobre cualquier asunto.

Otro grupito de felices que se empeñan en lucir mal para molestar a los encuestadores y hasta a la gente del Gobierno, son los niños de los semáforos, ya que no se llaman más “de la calle”.

Ellos, en medio de su felicidad, se las arreglan para lucir flacos y sucios, y se pasan tendiendo sus manos pequeñas y ennegrecidas en demanda —aparentemente desesperadas— de unas míseras monedas. Los automovilistas que les hacen caso y tienden su limosna, compadecidos de la fingida miseria, suelen ser casi todos extranjeros. Los paraguayos sabemos de sobra que esos niños son tan felices en realidad, como todos los demás compatriotas.

Cada año, más puntual que el carnaval, un enorme contingente de gente feliz y sin nada que hacer, todos de la campaña, se juntan y vienen en patota a presionar al Gobierno con sus pedidos, naturalmente en solfa, a los que el Gobierno responde —como corresponde— más en solfa todavía. Esa gente se posesiona tanto de su papel, que muchos transpiran y hasta huelen a tercer tiempo, por decirlo en términos deportivos. La gente se prende al juego y les prepara comida y hasta los aplaude a su paso por las calles de Asunción. Es bellísimo. Debe tratarse del teatro callejero mejor montado del mundo.

Con todo, los paraguayos felices que fingen lo contrario, dividen a sus campeones en dos grupos: los que se internan en hospitales públicos (¡qué jodones!) y los que maniobran para terminar como presos en alguna cárcel, también pública. Estos son incorregiblemente traviesos.

En fin: nuestra felicidad colectiva tiene más aristas de las que puedan estudiarse.