Hoy se celebra la fiesta de San Juan Pablo II, el polaco Karol Józef Wojtyla. Su nombre se asocia rápidamente a derechos humanos, jóvenes, familia, ecumenismo, viajes apostólicos, caída del comunismo soviético, sobre todo el esencialísimo del derecho a la vida por el cual abogó con determinación, con palabras, escritos como el publicado el 25 de marzo de 1995 y gestos. Quizás algunos recordarán también sus ricas reflexiones sobre la sexualidad humana en el contexto de su “teología del cuerpo” y de amor y responsabilidad, el libro que escribió joven y que se adelantó a su tiempo por mucho.
El 22 de octubre de 1978 inició su pontificado en el Vaticano, había sido electo unos días antes en un cónclave histórico, resultando ser una sorpresa total “venida de una tierra lejana”. Fue llamativa su exclamación inicial en aquella primera presentación oficial al público expectante: “¡No tengan miedo!”, al que siguió un pedido de apertura de las puertas interiores…
Es una expresión potente, “no tengan miedo”, también en este tiempo en que, si bien la pandemia parece dejar de azotar con toda la fuerza inicial, se extiende, sin embargo, un clima de incertidumbre general que afecta a los trabajadores y también a los empresarios, a los padres de familia y también a los hijos, a las organizaciones, a las instituciones… Todo parece volverse más endeble, las seguridades materiales o previsionales están en un movimiento tal que parece un barco desafiando una tempestad de gran escala que aún no ha llegado a su mayor expresión (y espero estar equivocada, pero es la percepción). También los aspectos sicológicos, sociales y la dimensión espiritual de las personas están siendo, si no abatidos, por lo menos desafiados en gran medida hasta el punto de querer paralizar.
Karol Wojtyla no era un improvisado en este tipo de situaciones complicadas y difíciles, venía de un país tremendamente atacado por dos de las grandes dictaduras totalitarias más grandes del siglo XX, el nacionalsocialista y el comunista soviético. También en lo personal sufrió muchas pérdidas familiares desde niño y su vida no fue fácil. El obispo cardenal compatriota del Papa, Stefan Wyszynski, quien había estado preso e incomunicado tres años durante el periodo comunista y que acompañó a Juan Pablo II en sus periodos de sacerdote, obispo, cardenal y finalmente Papa, le había predicho que él introduciría a la Iglesia en el tercer milenio.
Este milenio de la posverdad, del llamado reinicio planetario, de las agendas globalistas, de los problemas medioambientales severos, de la emergencia educativa ante la crisis de sentido, una crisis no ya solo financiera o cultural, sino sobre todo antropológica, donde se pone en tela de juicio todo el pasado y se batalla por sostener un presente cada vez más esquivo.
¿Se puede ser objetivo y a la vez tan audaz como para repetir aquel llamado de “no tengan miedo” en una situación tan singular como la que vivimos? Quizás habría que recurrir a los principios de la fenomenología que atraía al Papa filósofo de volver a las cosas mismas y a las experiencias de las personas concretas y reales para ver la realidad sin la carga de prejuicios que nos provocan angustias y guerras preventivas cargosas. Quizás no se puede comprender ese “no tengan miedo”, si no lo asociamos también a esa apertura de las puertas interiores de la persona que pidió inmediatamente después, para estar atentos y conscientes en este aquí y ahora donde estamos experimentando no solo males y desgastes, sino también acontecimientos, cercanías, posibilidades de bien que no podemos dejar de considerar. Es cierto que “el miedo ahuyenta al amor, también a la inteligencia, la bondad, todo pensamiento de belleza y verdad, y llega a expulsar del hombre la humanidad misma”, como decía Huxley, pero también es verdad que el amor ahuyenta y supera ese miedo. No, el miedo no es la última palabra digna de un ser humano, por mucha crisis que atraviese, la última palabra, por la que vale la pena todo, es el amor en la verdad y su esplendor que es la belleza de la vida. Un recuerdo agradecido a Juan Pablo II por aquel aliento existencial que hasta hoy a muchos humaniza y da esperanza.