¿Quién es más necesario para nuestro tiempo; personas como Bill Gates, inventor cuyo genio tecnológico ha transformado gran parte del mundo empresarial, educativo, financiero; o más bien, mujeres del calibre de la Madre Teresa, pionera cuyo genio caritativo ha llamado la atención, transformado y mejorado la suerte de miles de desvalidos de grandes zonas empobrecidas del planeta? Tal vez la alternativa sería falsa; o cuanto menos, exagerada. La tecnología no excluye la santidad; ni la vida de caridad, deja de lado la tecnología. Posiblemente es así, pero, me temo, para el proyecto original de la modernidad, los términos no han sido tan amigables.
Veamos. La modernidad, aquel movimiento de ideas e instituciones que se inicia en el siglo XVI, pretendía que la ciencia y más tarde la tecnología -sin ningún aditamento religioso extra- bastaría para construir una sociedad. La experiencia de fe, si existía, no tenía nada que ver con la historia o la política que, al decir de Macchiavello, es nada más que un arte, el de la simulación, el del más fuerte cuando conviene, el del más dulce cuando da ventaja, el del ruin, la mayoría de las veces. En todo caso, la bondad no sirve para mucho. La sociedad se construye con política y ésta sólo deja espacio al arte, a la destreza de acceder y manipular el poder, sin importar los medios. La santidad de vida está de más.
Nuestro tiempo es aún, culturalmente, moderno. Y también posmoderno. Confianza en la tecnología y ciencia, por un lado, carencia de fe en la transcendencia de un Infinito, por el otro lado. El ejemplo obligado de hoy, la crisis financiera, muestra ese rostro ambivalente. Se recurren a opciones técnicas pero quedan pocas. La ciencia económica suena más a astrología que a un saber experimental. Pocos creen que es la carencia de humanidad, la raíz del problema. No obstante, la restauración de la confianza, requerirá más que ciencia, algo más que técnica. Es que si el ideal de felicidad, aunque se lo niegue o racionalice muy a menudo, se reduce al éxito meramente temporal, sólo queda la desesperación. Pero el ser humano quiere ser feliz, feliz en un tiempo donde esa búsqueda presupone desesperación. ¿Cómo hacerlo entonces?
León Bloy, aquel poeta francés de principios de siglo XX, tenía una propuesta: la santidad. “No hay más que una tristeza en la vida, la de no ser santos”, decía. ¿Mera expresión piadosa, moralista? Nada de eso. Y menos conociendo la vida de polemista brutal y, muchas veces, inmisericorde de Bloy. Es que, ¿quién puede ser coherente en última instancia? Lo válido era su propuesta, no sólo para sus contemporáneos, amenazados de crisis y carencias que llevarían a la Gran Guerra sino, y sobre todo, para el ser humano de todo tiempo: la de la felicidad de vivir en la experiencia del Padre, fiel al regalo del Infinito. Bloy aboga por ser hijos pródigos, de aquellos que no echan cuenta de lo que se han perdido hasta que el Padre le vuelva a ofrecer anillo, túnica y sandalia; ofrecerles su amistad y dignidad. La deshumanización no consiste tanto en no poder comer o beber como lo hacían los sirvientes del Padre que el hijo pródigo echaba de menos, sino la pérdida de la compañía, el compartir su vida de hijo con la vida divina del Padre.
“Dentro de unos días cumplo 59 años y aún no tengo asegurado el pan”, decía Bloy a un amigo, “pero soy feliz, pues soy un mendigo. Es que la providencia no es otra cosa sino un manantial de lágrimas”, concluía. Los seres humanos sólo maduran su humanidad en esa postura: la de pedir, ser mendigos, la autoconciencia de no creerse absolutos o autosuficientes; de creer que la ciencia y la tecnología, ni menos la política, lo son todo. ¿Bill Gates o la Madre Teresa? La respuesta está en la invitación a una propuesta, actitud de los santos, a la aceptación de una vida plena que se arriba con la entrega al Misterio de Cristo. Eso es lo único necesario. Lo demás se da por añadidura. Valdría la pena meditar sobre esto en este tiempo en que celebramos la memoria de Todos los Santos, el día de los seres humanos que alcanzaron la plenitud de ser.