Si su baño está conectado a la red del servicio sanitario y no termina desechando todo lo que su cuerpo expulsa en una cámara séptica de dudosa calidad, integra la minoría todavía más reducida de paraguayos con alcantarillado cloacal, y si cuando llueve, en las calles que rodean su hogar el agua se escurre y desagota a través del desagüe fluvial no solo es un privilegiado, es casi una especie en extinción.
En términos estadísticos, lo más probable es que usted se quede sin electricidad cada vez que el calor apriete (casi todas las noches del verano) o sople alguna brisa algo más fuerte que lo normal; que sus desechos se acumulen en un pozo ciego, cuyas filtraciones contaminen nuestros acuíferos, y que destruya los amortiguadores y el tren delantero de su auto sorteando los baches que se multiplican en las calles como consecuencia del colapso de los caños de la red de agua potable o del sistema sanitario, cuya vida útil caducó hace décadas.
La suma de esas pequeñas catástrofes que desploman la calidad de vida del paraguayo tiene una sola causa: la imprevisión e improvisación públicas. A lo largo de décadas, el Estado paraguayo ha fallado en lo que es su razón de ser; planificar lo público.
Los seres humanos creamos estas superestructuras y les cedemos buena parte de la riqueza que generamos para que organicen la convivencia colectiva y encuentren soluciones a los problemas propios de la vida gregaria: la acumulación de desechos, la necesidad de agua potable, luz eléctrica, transporte y la educación, salud y seguridad.
En teoría, el Estado contrata gente para planificar y ejecutar las políticas que permitan resolver esos problemas. Es obvio que en la práctica no fue así. Los partidos políticos crearon las superestructuras para contratar gente, a “su gente”. La función específica de cada superestructura fue apenas la excusa para contratar, no su razón de ser. Así, las políticas se aplicaron a medias o sin una buena planificación –o ninguna– y luego se fueron improvisando soluciones de parche. El resultado es un Estado absolutamente sobredimensionado en cuanto al personal, sin mayor capacidad para planificar o ejecutar proyectos, y con sus escasos servicios colapsando a diario.
El entuerto no se solucionará en un periodo de Gobierno, pero necesitamos con desesperación ver, cuanto menos, que a más de apagar los incendios urgentes, los responsables de turno empiecen a planificar las soluciones de fondo.
Eso implica hacer cambios prácticos que requieren de coraje político. Por decir, destinar el ciento por ciento de los royalties de Itaipú (que hoy repartimos sin mayores resultados a municipios y gobernaciones) a la ejecución de obras públicas básicas, como el servicio sanitario, plantas de tratamiento o escuelas y hospitales públicos.
Educación, salud pública, alcantarillado sanitario, luz, agua potable, transporte y un plan a cincuenta años. Caso contrario, la única consigna válida seguirá siendo la de “sálvese quien pueda”.