Domingo, 28 de Junio de 2009
La muerte de Michael Jackson me catapultó al pasado. Regresé al aula desconchada del colegio donde bailé mi primera lenta. Habían tapado las ventanas con cartulina negra, del techo colgaba una bola de espejos y Jackson cantaba una balada.
En ese espacio reducido y sofocante solo existían los sentimientos desenfrenados de un púber y la voz embriagadora de Jackson.
Afuera, la dictadura arreciaba, la pobreza era la misma y papá perdía su empleo. Adentro, el universo alcanzaba la perfección.
La muerte de Michael me recordó más que los hechos la sensación. Ese sentimiento rosa de que todo está y estará bien. Que seremos jóvenes por siempre. Que el amor es un interminable primer beso y que la vida se reduce a disfrutarla.
Crecí y la realidad mágica se disipó como la bruma.
El sol de la rutina pegó con fuerza. La pesada carga de la responsabilidad, arqueó mis espaldas y aprendí a caminar más despacio, esquivando sueños rotos.
Descubrí que la felicidad no es un estado permanente, sino la suma de momentos, que el amor es una construcción compleja y que el éxito en su edificación es quizás el mayor de todos y el más esquivo.
Descubrí que la vida no es perfecta, pero que vale la pena vivirla.
Para quienes logran alcanzar cierta madurez, la vida se convierte es un desafío apasionante. Sabemos que muchas de sus reglas ya estaban hechas; que habrá tantas derrotas como victorias y que el azar estará tan perturbadoramente presente como la muerte.
Aprendí que para las sociedades es igual. Durante años la nuestra estuvo tapiada, ajena a la realidad del mundo, soñando con su príncipe de cuentos, con su estadista de fábulas y con su congreso europeo.
La adolescencia se fue. No hay partidos eternos en el poder ni curas salvadores ajenos a las debilidades humanas.
No podemos importar políticos, ni empresarios, ni dirigentes sociales ni periodistas.
Son lo que hay, el reflejo de lo que somos y las herramientas con las que tenemos que construir.
Jackson murió y nuestra adolescencia se fue.
La dictadura se acabó hace 20 años y los colorados están en la llanura. Se nos acabaron las excusas.
Hoy los adolescentes soñadores son nuestros hijos. Hagamos que su despertar sea más leve que el nuestro.