19 abr. 2024

Personalidades

Blas Brítez – bbritez@uhora.com.py

Harold Bloom es el más conocido de los exégetas shakesperianos que niegan toda voluntad política al creador del regicida Hamlet o del oprobioso Macbeth.

Quizá no le falte razón. Sin embargo, los personajes paradigmáticos de Shakespeare siempre tienen algo político que decirnos, precisamente, en un tiempo transpolítico, vaciado de sentido el contexto en el que las “figuras políticas” se mueven, desvinculadas estas de ese contexto, arropadas hoy en su propio y solo aparente drama político. Es el caso de algunos personajes sicopáticos, relacionados con el poder, del bardo inglés.

Hace poco, pensando en esto, releí Coriolano y Ricardo II.

Son obras acerca de hombres depuestos de su sitial poderoso, por falta de sentido común, por mezquindad, por su propia perturbación.

En cualquier caso, estamos ante dos personajes no tan célebres del mismo poeta de los sonetos al amor homosexual, menos densos, pero profundamente llamativos. Pertenecen a dos obras visiblemente menores si se las coteja con la vastedad de Hamlet o El rey Lear, inagotables en su conjunto.

Basto y violento es el militar que hay en Coriolano, reaccionario y protofascista; poético y absurdo es el rey loco que hay en Ricardo II, un pésimo estadista del desgaire. Ambos recuerdan un poco la volubilidad y la perversidad de ciertos presidentes de hoy, como Bolsonaro o Trump; la excentricidad macabra de Kim Jong Il o, en el pasado, la tropicalísima de Abdalá Bucaram en Ecuador.

Pero, inmediatamente, uno se pone a pensar en las diferencias entre estos seres de tinta y los “reales” y salta, entre muchas, una esencial. Lo que el mismo Harold Bloom llama la “personalidad” shakesperiana. La poesía, claro.

Si hacemos un paralelismo entre la literatura del dramaturgo inglés y la realidad, la cuestión de la “personalidad” es central. Esta característica aurática es ese algo que Shakespare imbuye en determinados personajes (¡ay manes de Falstaff!) que se elevaban por encima del suelo para apuntalar verdades (o mentiras) como cuchillos.

Incluso cuando se trata del agraviante, del decididamente grosero y pedregoso Coriolano. O del divagante y francamente inútil, estúpido Ricardo II.

La realidad política, al menos en nuestro tiempo, no nos ofrece “personalidades” ya, ni siquiera personas. O, precisamente, nos la ofrece en su etimología teatral: máscaras. Nuestro presidente actual es un ejemplo de esa vacuidad del ser cuando se trata del ejercicio contemporáneo del poder.

Si el siglo XX fue pródigo y sorprendente en “personalidades” de la política (desde Adolf Hitler hasta Fidel Castro), hoy parece otro el panorama, lúgubre y embrutecedor como ya sabíamos, pero además sin el más mínimo espesor, ni siquiera como materia.

O, en su defecto, nuestra época nos está ofreciendo la síntesis paródica de aquellos personajes shakesperianos sin vuelo, sin interioridad. Este último es el elemento fundamental de Ricardo II, pero no de Coriolano: el sicópata romano que se divertía torturando animales, el fascista, es la no interioridad, el mismo vacío del lenguaje. Por eso Coriolano solo putea.

No vi ninguna representación en vivo de estos dramas. Se goza, sin embargo, cada inocultable línea shakesperiana, cada toma convulsa de la versión algo distópica que en 2011 filmó Ralph Fiennes como director, como un Coriolanus brutal también. Por esa prosapia, su apellido de experimentado actor de tragedias de Shakespeare adorna el exquisito cuento El amante del teatro, el homenaje de Carlos Fuentes a Londres y a Shakespeare.

Vanessa Redgrave, por otra parte, hace temblar de miedo como Volumnia, una de esas mujeres feroces del dramaturgo feroz.

Todo esto, en suma, hablaría muy mal de nuestros días (y del futuro), pero muy bien de Shakespeare, quien vivió entre 1564 y 1616.

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