El pecado, la infidelidad en mayor o menor grado, es siempre negación de Cristo y de lo más noble que hay en nosotros mismos, de los mejores ideales que el Señor ha sembrado en nosotros. El pecado es la gran ruina del hombre. Por eso hemos de luchar con ahínco, ayudados por la gracia, para evitar todo pecado grave -los de malicia, fragilidad o ignorancia culpable- y todo pecado venial deliberado.
Pero incluso del pecado, si tuviéramos la desgracia de cometerlo, hemos de sacar frutos, pues la contrición afianza más la amistad con el Señor. Nuestros errores no deben desalentarnos jamás si nos comportamos con humildad. Un sincero arrepentimiento es siempre la ocasión de un encuentro nuevo con el Señor, del que se pueden derivar insospechadas consecuencias para nuestra vida interior. Si pecamos, hemos de volver al Señor cuantas veces sea preciso, sin angustiarnos pero sí con dolor. Pedro invirtió una hora para caer, pero en un minuto se levanta y subirá más alto de lo que estaba antes de su caída.
El cielo está lleno de grandes pecadores que supieron arrepentirse. Jesús nos recibe siempre y se alegra cuando recomenzamos el camino que habíamos abandonado, quizá en cosas pequeñas.