Y al orar no empleéis muchas palabras como los gentiles, que se figuran que por su locuacidad van a ser escuchados, nos dice el Señor en el Evangelio de la misa. Quiere apartar a sus discípulos de la visión equivocada de muchos judíos de su tiempo, quienes pensaban que son necesarias largas oraciones vocales para que Dios las escuche; y les enseña a tratar a Dios con la sencillez con que un hijo habla con su padre.
La oración vocal es muy agradable a Dios, pero ha de ser verdadera oración: las palabras han de expresar el sentir del corazón. No basta recitar meras fórmulas, pues Dios no quiere un culto solo externo, quiere nuestra intimidad.
La oración vocal es un medio sencillo y eficaz, imprescindible, adecuado a nuestro modo de ser, para mantener la presencia de Dios durante el día, para manifestar nuestro amor y nuestras necesidades. Como leemos en el Evangelio de la misa, Nuestro Señor quiso dejarnos la oración vocal por excelencia, el Padrenuestro, en la que, en pocas palabras, compendia todo lo que el hombre puede pedir a Dios. A lo largo de los siglos ha subido hasta Dios esta oración, llenando de esperanza y de consuelo a innumerables almas, en las situaciones y en los momentos más dispares.
Descuidar la oración vocal significaría un gran empobrecimiento de la vida espiritual. Por el contrario, cuando se aprecian estas oraciones, a veces muy cortas, pero llenas de amor, se facilita mucho el camino de la contemplación de Dios en medio del trabajo o en la calle. «Empezamos con oraciones vocales, que muchos hemos repetido de niños: son frases ardientes y sencillas, enderezadas a Dios y a su Madre, que es Madre nuestra. Todavía, por las mañanas y por las tardes, no un día, habitualmente, renuevo aquel ofrecimiento que me enseñaron mis padres: ¡Oh Señora mía, oh Madre mía!, yo me ofrezco enteramente a vos. Y, en prueba de mi filial afecto, os consagro en este día mis ojos, mis oídos, mi lengua, mi corazón...
Meditemos en la necesidad del pequeño esfuerzo que hemos de poner para alejar de nuestras oraciones la rutina, que bien pronto significaría la muerte de la verdadera devoción, del verdadero amor. Procuremos que cada oración vocal sea un acto de amor.
(Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal)