29 mar. 2024

Los niños que estamos matando

Luis Bareiro – @Luisbareiro

No importa si tenían 12, 14 o 17 años, ni si nacieron en la clandestinidad o del otro lado de la frontera; las niñas o adolescentes que murieron en el lugar donde se descubrió un campamento del EPP nunca debieron estar ahí. Da igual si las llevaron para celebrar un cumpleaños o para reclutarlas, jamás debieron haber sido llevadas a ese sitio; y quienes lo hicieron son los responsables directos y principales de sus muertes.

Ellas no estaban en un campamento de vacaciones, ni en una reserva natural. Esas jóvenes vidas se perdieron porque adultos absolutamente conscientes del riesgo a las que las estaban exponiendo las metieron en una guarida de criminales, el refugio clandestino de una organización de hombres y mujeres que asesinan sin titubear, esgrimiendo como excusa las mismas consignas dogmáticas que han enarbolado tantos fundamentalistas sanguinarios de las más diversas corrientes a lo largo de la historia.

La responsabilidad inmediata y criminal de esas personas, sin embargo, no anula esa larga cadena de causas y efectos que culminaron con la desgarradora escena de dos chicas inertes, cubiertas de sangre, en el medio de la nada. Si tenían o no un arma, si abrieron fuego o no, si vestían o no el uniforme de la guerrilla, si los militares cometieron errores o actuaron según el protocolo, son discusiones que tienen más relación con las posiciones ideológicas y políticas de los polemistas que con la cuestión de fondo. Ellas están muertas y nunca tuvieron una opción, no pudieron elegir. Sus circunstancias las llevaron a ese trágico final.

Todo tiene una causa primigenia. Este intento patético de guerrilla no surgió de la nada. Su locura criminal se nutrió de realidades lacerantes, de inequidades construidas a lo largo de décadas, de generaciones enteras que nacieron, crecieron y murieron sin haber tenido jamás la oportunidad de abandonar la marginalidad y la pobreza.

El EPP no es un accidente. El dogma prende fácil cuando el abono es la miseria. No es una hazaña predicar el odio con éxito cuando se adoctrina a quienes no han recibido más que el desprecio de un sistema montado para mantener los privilegios de unos pocos, cuando se ha crecido viendo cómo el latrocinio público se premia con la impunidad, la riqueza y la pleitesía, y cuando la única acción delictiva condenada y encalabozada es la rapiña bagatelaria.

Por supuesto que los responsables directos de la muerte de esas niñas o adolescentes en un campamento clandestino son los criminales que las llevaron allí, pero hubo muchas otras circunstancias que construyeron ese epílogo fatal. Hay una legión de políticos, burócratas y empresarios corruptos que pavimentaron de inequidades el camino que las condujo a esa picada maldita.

Y hay un potencial ejército tras ellas. Casi la mitad de los pobres extremos del país tienen menos de 14 años. Cada uno de esos niños tiene todas las posibilidades de convertirse en un soldado de la marginalidad; cada uno de ellos puede terminar sus días muerto a balazos en un campamento clandestino o en la selva de cemento, para que los sectores políticos y los fundamentalistas de las redes se disputen sus cuerpos, buscando confirmar con sus despojos su propia narrativa.

Definitivamente, esto no se resuelve con armas. Podemos volar en pedazos el próximo campamento y hacer desaparecer de la faz de la tierra hasta el último integrante de esta secta de sangre, pero no cesará la violencia. No serán jovencitas ocultas en los bosques, ni guevaristas trasnochados justificando crímenes tras una revolución muerta hace décadas. Pero esos niños y niñas de la marginalidad estarán aquí. Los veremos en las imágenes captadas por las cámaras de seguridad de la estación de servicio, de la farmacia, de la despensa del barrio. Serán números en la estadística oficial y los noticieros. Rostros de mirada perdida, devorados por las drogas, en busca de un escape rápido de esta realidad que les ofrece nada.

Esas niñas murieron porque estaban en el lugar y el momento equivocados, porque delincuentes que pretextan la ideología priorizaron su causa a la vida; pero también murieron, como morirán tanto otros, porque no tienen elección, porque hasta hoy no hemos sabido construir un país que les ofrezca, cuanto menos, la oportunidad de escribir otra historia.

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