“Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?”. Cuando cuidamos la oración y el diálogo habitual con el Señor, nuestras pupilas se dilatan y el enfoque de nuestros planteamientos se engrandece, nuestra comprensión de las cosas adquiere nuevas perspectivas y sabemos vislumbrar.
Jesús recorría grandes distancias a pie con sus discípulos para llevar el evangelio a todos los lugares. En el pasaje de este domingo, lo encontramos a 60 km al norte de Cafarnaúm, en la famosa Cesarea de Filipo, ciudad rica en vegetación y agua, que Herodes fundó en honor de César Augusto y entregó a su hijo Filipo.
Fue esta ciudad y sus aldeas circundantes las que provocaron de alguna manera la pregunta de Jesús sobre su propia identidad: “¿Quién dicen los hombres que soy yo?” (v. 27).
Frente a las explicaciones inadecuadas de las gentes, Pedro es el único que sabe ofrecer la respuesta más acorde con el misterio de la Persona de Jesús: “Tú eres el Cristo” (v. 29). Sin embargo, Pedro entiende a su manera esta verdad y, en el fondo, es tan humano en sus juicios como los demás, porque cuando Jesús anuncia sus padecimientos, Simón los rechaza con violencia.
Pedro debió ser tan vehemente en su cariño mal enfocado que mereció de Jesús una advertencia rotunda y grave: “¡Apártate de mí, Satanás!, porque no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres” (v. 33).
Para ser buenos cristianos y no contristar al Señor, necesitamos visión sobrenatural, es decir, la capacidad de ver las cosas y las personas como Dios mismo las ve. Y esto no siempre es fácil. Sobre todo, cuando se trata de admitir la cruz y lo que nos hace sufrir como parte de los planes de Dios.
Esta dificultad ya nos lo advierte Dios mismo: “Porque mis pensamientos no son vuestros pensamientos, ni vuestros caminos, mis caminos —oráculo del Señor—. Tan elevados como son los cielos sobre la tierra, así son mis caminos sobre vuestros caminos y mis pensamientos sobre vuestros pensamientos” (Is 55,8-9).
El peligro de la mentalidad demasiado humana, que acechaba a Pedro y que nos acecha a todos, lo describía el Papa Francisco en su primera homilía después de ser elegido: “Este Evangelio prosigue con una situación especial. El mismo Pedro que ha confesado a Jesucristo, le dice: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo. Yo te sigo, pero ni hablar de cruz. Esto queda fuera. Te sigo con otras posibilidades, sin la cruz». Cuando caminamos sin la cruz, cuando edificamos sin la cruz y cuando confesamos a un Cristo sin cruz, no somos discípulos del Señor: somos mundanos; somos obispos, sacerdotes, cardenales, papas, pero no discípulos del Señor”.
Y concluía el Papa: “yo quisiera que todos, después de estos días de gracia, tengamos el valor –precisamente el valor– de caminar en presencia del Señor, con la cruz del Señor; de edificar la Iglesia sobre la sangre del Señor, derramada en la cruz; y de confesar la única gloria: a Cristo crucificado. Y así la Iglesia avanzará”[1].
Como explicaba san Josemaría, “la gente tiene una visión plana, pegada a la tierra, de dos dimensiones. —Cuando vivas vida sobrenatural obtendrás de Dios la tercera dimensión: la altura, y, con ella, el relieve, el peso y el volumen”[2].
Cuando cuidamos la oración y el diálogo habitual con el Señor, cuando reservamos unos tiempos fijos a tratar a solas con Dios, adquirimos la visión sobrenatural: nuestras pupilas se dilatan y el enfoque de nuestros planteamientos se engrandece; nuestra comprensión de las cosas adquiere nuevas perspectivas y sabemos vislumbrar horizontes insospechados: los horizontes de Dios. ([1] Papa Francisco, Homilía, 14 de marzo de 2014.[2] San Josemaría, Camino, n. 279.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/evangelio-vigesimocuarto-domingo-ordinario-ciclo-b/)