Blas Brítez | Periodista | Twitter: @Dedalus729
Cinco fueron los años que, en vida, Roberto Bolaño estuvo bajo el haz de luz de ese malentendido social que algunos llaman éxito; otros, fama. En 1998, publicó Los detectives salvajes, novela con la que ganó el Premio Herralde, instituido por la Editorial Anagrama, y al año siguiente se hizo con el Rómulo Gallegos, por lo que su nombre irrumpió de repente a ambos lados del Atlántico con una fuerza pocas veces vista en el ámbito hispanoamericano desde los tiempos del boom. Pocos, muy pocos, lo conocían antes de esa novela-río que narra las aventuras de dos díscolos poetas por tres continentes, una decena de ciudades y un sinfín de circunstancias. El 15 de julio de 2003, Bolaño moría a los 50 años, y el mito de su vida entre Chile, México y España; su enfermedad, su infatigable conocimiento de las más diversas literaturas, sus libros llenos de fugitivos, poetas, perdedores, soñadores y pesadillas, configurarían otro Bolaño post mortem: uno de hechura casi pop que, con la publicación de 2666 en 2004, confirmaría su genio. Con este, son tres los Bolaños: el ignoto escritor de antes de Los detectives salvajes; el sobreviviente febril con el reloj vital pesando sobre su pluma del quinquenio final; y el de después de su muerte, el que (como quería Nietzsche) nació póstumo.
Obra paradigmática
Nacido en Santiago de Chile en 1953, la familia del escritor emigró en 1973 a México, luego del golpe de Estado contra Salvador Allende. Allí conoció, parroquiano patibulario del hoy legendario Café La Habana del D.F., a una serie de poetas jóvenes, con quienes daría origen al “infrarrealismo”, una “corriente” que buscaba sobrepasar la chatura poética de raigambre epigonal de la poesía mexicana (y latinoamericana) de aquellos años, hija sumisa de Octavio Paz y los suyos. Pero no solo mediante la redacción de poemas al estilo de las vanguardias, sino mediante una actitud combativa contra el establishment cultural mexicano, pues el grupo infrarrealista solía organizar sabotajes de eventos protagonizados por quienes consideraba representaban el statu quo de la vida cultural de México. Se fue del país en 1977, rumbo a Barcelona.
Instalado en Gerona y más tarde en Blanes, Bolaño todavía no había publicado un libro propio, pero escribía día y noche cuentos que enviaba a concursos literarios, muchos de los cuales resultaron ganadores y cuyos premios constituían sus ingresos más onerosos. En 1984, junto con el español A. G. Porta, publicó la novela Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, cuyo título era un préstamo, y un homenaje a la vez, de un poema de su amigo Mario Santiago Papasquiaro: “Consejos de un discípulo de Marx a un fanático de Heidegger”.
En 1991, publicó la novela La pista de hielo. Pero es en 1996, con La literatura nazi en América, que el Bolaño que hoy conocemos se afianza en su propio universo, su propio estilo. Esto luego de leer a una de sus influencias decisivas: el Juan Rodolfo Wilcock de La sinagoga de los iconoclastas. La literatura... es una obra a la manera de una enciclopedia, con biografías apócrifas de supuestos autores latinoamericanos filonazis, cruzada ya por esa intensidad fugitiva que habría de caracterizar a su literatura posterior. Era la antesala perfecta de Los detectives salvajes.
En los cinco años que mediaron entre esta novela —que escritores como Jorge Edwards, Juan Villoro, Enrique Vila-Matas y muchos otros, celebran como paradigmática— y el fallecimiento del escritor por insuficiencia hepática, Bolaño publicó cinco novelas cortas que son, a pesar de su carácter evidentemente marginal, muestras cabales del género: Monsieur Pain (publicada en los 80 como La senda de los elefantes), Amuleto (que toma un episodio de Los detectives salvajes), Nocturno de Chile (que Bolaño quiso titular Tormenta de mierda y no le dejaron), Amberes (que escribió a principios de los 80) y Una novelita lumpen (hay una versión cinematográfica de este año, protagonizada por Rutger Hauer).
La publicación de 2666 hizo de Bolaño un verdadero autor de culto, pero también un producto que, sobre todo en los Estados Unidos, se explota con los consabidos ingredientes: la obra de un hombre torturado, muerto en un exilio interminable, con episodio (nunca probado, por supuesto) de adicción a las drogas incluido. Así venden, lo sabemos, los yanquis. Además, sus herederos, su autodenominado albacea, Ignacio Echevarría, y su editor, Jorge Herralde, fueron publicando una cantidad ingente de material inédito, algunos de ellos que no hacen justicia al escritor.
Con todo, amigos y enemigos reconocen la enorme influencia de Roberto Bolaño en escritores de las nuevas generaciones. Como Borges, su literatura está hecha de jirones de todas las literaturas imaginables. Pero, sobre todo de ese “oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento” que es el mundo con su bella fealdad.
Queremos tanto al detective salvaje
Javier Viveros | Escritor | jviveros@gmail.com
Ya pasaron 10 años de la muerte de Roberto Bolaño y su nombre no deja de agigantarse, día tras día, en el ámbito de las letras. Su obra conoce cada vez más reimpresiones, motiva estudios literarios y suma traducciones a nuevas lenguas.
Queremos al escritor chileno y universal porque tiene una prosa fresca que entabla un diálogo ameno y cómplice con las nuevas generaciones de escritores. Bolaño fue un lector voraz; disfrutó y admiró los libros de Borges y Cortázar, y en los suyos hay siempre como una combinación de la obra de los dos enormes cuentistas sudamericanos. Campea por sus páginas lo dionisiaco, pero es lo apolíneo el que secretamente mueve los hilos.
Admiramos de Roberto su entrega incondicional al arte, su ineluctable pasión por la escritura, esos guiños literarios que un lector avispado encuentra en su prosa y de los que disfruta como de un día libre. Audaz, irreverente, polemista; removía el avispero y se quedaba quieto a sentir cada aguijón con un deleite rayano en la locura.
Al perro romántico lo sentimos cercano como a un amigo, un compinche. No ignoramos que su poesía iba de mitad de tabla para abajo. Sabemos que la narrativa de ficción es el territorio donde encandila el sol de su talento creador. Lo amamos porque firmó esa gema llamada “Sensini”, un cuento sobre los concursos de cuentos que se alzó con el premio mayor de un concurso de cuentos y se constituyó así en una suerte de ingeniosa instalación literaria.
Dice Borges que Virgilio se propuso escribir una obra maestra y que lo logró. Bolaño se propuso lo mismo y, curiosamente, también lo consiguió. Escribió al ritmo de la desesperación —siempre mirando de reojo a las manecillas del reloj que incesantes le tejían la mortaja— su novela 2666, y con ella extendió los horizontes de la nueva narrativa latinoamericana y se convirtió en el autor de lengua castellana más importante después del boom.
Se ha ido el capitán de esta aurora, el de la literatura cosmopolita que soltó una frase “clara como una lámpara, simple como un anillo": el pasaporte de un escritor es la calidad de su escritura. Se fue hace diez años, pero nos dejó unas cuantas obras entrañables que sobrevivirán, seguramente, al óxido inexorable del tiempo.