La Virgen nos enseña el camino de la humildad. Esta virtud no consiste esencialmente en reprimir los impulsos de la soberbia, de la ambición, del egoísmo, de la vanidad..., pues Nuestra Señora no tuvo jamás ninguno de estos movimientos y fue adornada por Dios en grado eminente con esta virtud. El nombre de humildad viene del latín “humus”, tierra, y significa, según su etimología, “inclinarse hacia la tierra”. La virtud de la humildad consiste esencialmente en inclinarse ante Dios y ante todo lo que hay de Dios en las criaturas, reconocer nuestra pequeñez e indigencia ante la grandeza del Señor. Las almas santas -escribía un conocido autor-, «sienten una alegría muy grande en anonadarse delante de Dios, y reconocer prácticamente que Él solo es grande, y que en comparación de la suya, todas las grandezas humanas están vacías de verdad, y no son sino mentira». Este anonadamiento no empequeñece, no acorta las verdaderas aspiraciones de la criatura, sino que las ennoblece y les da nuevas alas, les abre horizontes más amplios.