Solo que desde hace un buen tiempo la realidad lo viene contradiciendo. Sus bravuconadas al inicio de la pandemia del coronavirus colaboraron con la tragedia que ya superó la vara de los 100.000 muertos y no impidieron que el país sufriera la mayor pérdida de empleos de su historia.
Pero Trump no tenía idea que a las crisis sanitaria y económica había que sumar una tercera, que se estaba desarrollando sin que él pudiera imaginarse.
Se iniciaban los disturbios por motivos raciales más graves desde 1968, luego del asesinato de Martin Luther King.
8 minutos y 46 segundos. Ese fue el tiempo que tardó George Floyd en morir asfixiado lentamente por la rodilla del policía Derek Chauvin, que comprimía su cuello. La lenta agonía de uno y la soberbia indiferencia del otro ante los gritos de quienes lo filmaban estremecieron a millones de personas. El primero era negro, el segundo blanco. Podía haber sido al revés, pero sería estadísticamente improbable. Por eso, las imágenes golpeaban por dramáticas, no por sorpresivas. Lo sorprendente fue el enorme drama norteamericano desplegado a partir de allí. Floyd no fue la causa, fue la gota que colmó el vaso.
Cuando Obama fue electo presidente de los Estados Unidos hubo quienes pensaran que el histórico racismo subyacente en la idea de la supremacía blanca, en los recuerdos nunca apagados de la esclavitud y en la persistente desventaja estructural de la comunidad negra, eran ya cosa del pasado.
Está claro que el malestar persiste y sus causas profundas solo cambiaron un poco desde las movilizaciones de los afroamericanos de varias décadas atrás. Esa colectividad tiene menos ingresos, menor acceso a la educación y mayor desempleo que los blancos.
La brutalidad policial contra ciudadanos negros es una constante en las ciudades norteamericanas. Esta tensión profunda pudo estar en el origen de los disturbios violentos que se extendieron luego de la muerte de Floyd.
Sin embargo eso no puede explicarlo todo. Ha sido el propio presidente Trump, con su falta de empatía y sus expresiones agresivas, el que más ha impulsado las manifestaciones de indignación más allá de Minnesota.
Trump tiene construcciones racistas fuertemente arraigadas entre los supremacistas blancos. Cree en la idea que los afrodescendientes y los migrantes hispanos son más propensos al crimen y la violencia y lo expresa sin ambigüedades. Es natural que denigre los lugares en los que viven y los países de los que provienen.
Sus tuits están cargados de amenazas e incitan a la violencia. Advirtió que detendría las protestas con tiros y llamó al ejército a reprimirlas. Mientras la frase del moribundo Floyd, “No puedo respirar”, se convertía en el eslogan que convocaba a marchas en el país entero, Trump comprobaba como artistas y personalidades de distintos ámbitos se sumaban a esa insólita ola de desobediencia civil.
Ahora, que la protesta antirracista se irradió a varias capitales del mundo, Trump se muestra menos arrogante. Hasta ha tenido que refugiarse durante algunas horas en el búnker de la Casa Blanca. Ha sido incapaz de convertirse en aquello que se espera de un presidente en tiempos de llantos y dificultades: Alguien que una a la sociedad.
Trump la divide. Y, vaya paradoja para un Macho Man, se revela como un líder débil.