El Reino de Dios es una simiente pequeña que crece, con un ritmo propio, madurando, hasta hacerse espiga rebosante, árbol frondoso donde surge la vida.
Con estas dos parábolas el Señor nos anima a confiar en Él, y no en nosotros mismos, en nuestras fuerzas, en nuestros éxitos.
Es Él quien da el incremento, quien dentro de nosotros, nos hace madurar hasta hacer de nuestra vida un árbol frondoso que da sombra apacible a quien viene a nuestro lado.
Acoger el Reino de Dios es, así, acoger algo que no entra en nuestra lógica, en nuestro modo de pensar cómo funcionan las cosas. Tiene su lógica propia, su fuerza intrínseca. Va más allá de nuestros esquemas, dimensiones y medidas.
Porque empieza por lo pequeño.
Como Jesucristo, que se hizo pequeño, niño en los brazos de una madre. Él es la simiente caída en tierra, que muere y da fruto abundante. Él es el único que puede salvar a aquellos que se ponen a su lado, el único que nos hace crecer y madurar.
La vida de un cristiano no es la vida de alguien que hace cosas grandiosas por sí mismo, del aplauso, del éxito inmediato. Más bien, comienza con una pequeña simiente, cuya fecundidad depende de la unión con Cristo. Él nos espera en lo pequeño de nuestro día a día.
Como recordaba san Josemaría, “hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de vosotros descubrir. (…) Os aseguro, hijos míos, que cuando un cristiano desempeña con amor lo más intrascendente de las acciones diarias, aquello rebosa de la trascendencia de Dios” (Conversaciones con Mons. Escrivá de Balaguer, nn. 114 y 116).
Se trata de confiar, de dar un salto a la confianza en la potencia de Dios.
El mundo no lo salva quien hace todo correctamente, organizado, programado, sino personas, como los santos, que saben ir al paso de Dios, dejándole entrar en las pequeñeces de nuestra vida, fiándonos de que allí hace grandezas.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-es/gospel/2022-01-28/).