23 abr. 2024

Holocausto

Benjamín Fernández Bogado

Hoy hace 150 años en Cerro Corá murió un Paraguay muy difícil de repetir.

Se fue con López y su “muero con mi patria”, y hoy su sombra se proyecta aún sobre nosotros, tanto que mis contemporáneos son incapaces de identificar quiénes fueron nuestros bisabuelos. Son seis generaciones de paraguayos que murieron en las orillas del Aquidabán donde retumba el silencio de una patria mutilada. Fue la última estación de la diagonal de sangre de un país entero que enterró su orgullo, su extraordinario desarrollo inicial y nos marcó a fuego hasta hoy. Todo nos recuerda ese holocausto no asumido. Esa catástrofe que se llevó casi el 90% de nuestra población y que mutiló la patria.

Ni la Shoá judía de la crueldad nazi, ni el genocidio armenio en manos de los turcos se asemejan a nuestro holocausto silenciado hasta hoy por falta de un liderazgo patriótico que nos levante de la postración que aún cargamos. El holocausto, que significa quemar absolutamente todo, fue un sacrificio de toda una nación a la que juraron tres países acabar por completo. Fuimos crucificados en una guerra despiadada que cargó contra niños en Acosta Ñu y contra sus madres cuando recogían sus cadáveres. Nuestros heridos quemados en el hospital de sangre de Piribebuy y nuestras mujeres violadas por la soldadesca brasileña. Es tanta la tragedia silenciosa que cargamos que hasta un Papa argentino tuvo que reconocer en la mujer paraguaya un rol reconstructor de la patria. Hace 150 años perdimos todo lo que pudimos ser.

El progreso paraguayo no podía ser posible. Ni el primer ferrocarril del Río de la Plata, fundiciones, astilleros o telégrafos eran sostenibles en un entorno regional atrasado y conflictivo. Los brasileños –aún colonia portuguesa– trajeron a sus esclavos para combatir y como consecuencia ganaron estos posteriormente su independencia y su libertad.

Los argentinos fragmentados por caudillos locales tuvieron el pretexto de unirse contra un enemigo externo común al que juraron destruir en tres meses. Les llevó más tiempo y a pesar de que su presidente Sarmiento quiso que se exterminaran a todos los paraguayos, incluso a los que cargaban en sus vientres nuestras madres, terminó refugiado y falleciendo en Asunción. Le castigamos duramente con nuestra hospitalidad.

La gran guerra de Latinoamérica fue noticia en todo el mundo y varios gestos solidarios se alzaron hacia nosotros. Algunos llenos de simbolismo como el expresado por el pueblo colombiano o el que esgrimió la pluma de Juan Bautista Alberdi desde una Europa distante y cercana.

Se financió la guerra con dinero inglés a pesar de que sus hijos combatieron con López y diseñaron las trincheras de Curupayty, donde 500 paraguayos acabaron con más de 15.000 soldados argentinos. Eso retrasó el final de una guerra que cayó en manos brasileñas cuando las cadenas de Humaitá cedieron al paso de la flota naval bandeirante.

Hace 150 años se fue todo lo que habíamos ambicionado ser. Las causas internas han sido profusamente discutidas, pero hay clara unanimidad entre nosotros en que la guerra fue de exterminio total. Nuestro holocausto tiene que ser conocido, enseñado y difundido.

No basta que nos hayan tatuado de por vida si no somos capaces de valorar esa gesta que nos permite hoy hablar de un país llamado Paraguay. No habrá olvido ni perdón mientras el genocidio americano sea solo una penitencia silenciosa y desconocida para nosotros y para el mundo.

Los alemanes avergonzados de la Segunda Guerra Mundial dejaron los testimonios escritos por los soldados rusos que tomaron el Reichstag de Berlín, incluso las palabras ofensivas.

Nuestro holocausto ocurrió hace 150 años y lo recordamos como lo cargamos: En silencio y avergonzados. Debemos contar al mundo lo que nos hicieron y construir sobre la memoria la roca sólida de una nación orgullosa. Recordemos para no olvidar nunca jamás.

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