Desde la desesperación debido a la sobreexposición a noticias y mensajes alarmistas a cada rato; el apego por los detalles de lo que se está difundiendo, a lo científico de universidad; la búsqueda de control, si es posible total, a lo dictadura china, que va más allá del deseo de sanación y alivio para los enfermos, sino que trata de dar una imagen de poder de la voluntad sobre la naturaleza, pero puede tomar giros drásticos y desproporcionados, que afectarán a la vida y libertad de miles de personas; hasta un escepticismo casi infantil que duda de todo aquello que no está aquí y ahora ante los propios ojos; y no faltan los aristocráticos casi intocables de la aldea global que se sienten fuera del alcance de la naturaleza y de sus bemoles, y ponen a sus expertos a trabajar en la manera de tomar la mejor tajada de este espectáculo que les es ajeno.
Lo cierto es que los virus que generan verdaderas pestes en pleno siglo XXI son quizás un pequeño recordatorio y una comprobación cercana de esa inmensa necesidad que tenemos los seres humanos desde siempre, primero, de comprender lo que nos ocurre (porque no somos solo instinto, ni seres programados, porque tenemos razón e inteligencia para hacerlo), y, segundo, también de relacionarnos, de sentirnos parte de algo más, de ser considerados y tenidos en cuenta, en el caso de los afectados por las pestes, así como de ayudar y solidarizarnos, en el caso de los no afectados directamente.
El materialismo como fundamento de una sociedad tecnocrática, individualista e indiferente, se desmorona como postura ideológica ante la inseguridad y la angustia de una amenaza real y constatable, pero no controlable.
Los presupuestos sobre la felicidad light que supuestamente se construye a fuerza de poseer bienes externos y de gozar de derechos legales, no soportan la arremetida virulenta de los imprevistos globales.
El miedo y la cobardía solo se esconden bajo la alfombra de la sociedad de consumo, pero apenas encuentran una amenaza real y se hacen visibles de nuevo, y se convierten en reacciones muchas veces irracionales y hasta violentas.
Como siempre, el paraguayo, ve reflotar ante sus ojos los problemas estructurales graves que tenemos para afrontar el peligro, pero también cuenta con antídotos actitudinales ancestrales que lo ayudan a salir a la calle y a vivir en comunidad esta experiencia mediante el sentido común, el humor y ese sentimiento de aislacionismo que nos hace sentir fuera del flujo de los acontecimientos mundiales, aunque no descartemos tampoco nuestros valores comunitarios.
Como sea, es casi una buena noticia en medio de tanta expectativa y quebranto que están generando las pestes, saber que hay otro virus que es contrarrestado por esta misma situación de crisis; es el virus que nos ha mantenido en el sueño errático y alienante, que nos tiene sumisos a la voluntad y las manipulaciones de los poderosos que se sienten dueños de la aldea global; es el virus de “no necesito de nadie”, del exitismo, del cinismo y de la corrupción interior.
La inmunidad se construye a fuerza de realismo. Su remedio es prestarle interés genuino al propio corazón que grita su deseo de bien, verdad y belleza, pero no como abstracciones o adornos literarios, sino como necesidad de relaciones concretas, de carne y hueso. Como esa abuela que prepara el té de hoja de mamón y abraza a sus nietos enfermitos, que reza y que canta en guaraní, que reta ante los descuidos, y “se halla demasiado” cuando pasa el peligro.
Es hora de retomar esa conciencia de la sacralidad de la vida humana y de la positividad que sustentan la actitud de esa valiente abuela paraguaya, que no desespera ante ninguna circunstancia.