Con operaciones exitosas, la industria del secuestro en nuestro país gana terreno. Esta modalidad delictiva es ahora la fuente de recaudación de algunos grupos de marginales, que han encontrado una vertiente apta para conseguir sus malsanos objetivos.
Las precariedades del equipamiento y la escasa preparación tanto de policías como de fiscales, así como la ausencia de coordinación entre estos; la inexistencia de un servicio de inteligencia capaz que obtenga informaciones que permitan trazar estrategias preventivas y la alta corrupción en el interior de las fuerzas del orden público –que lleva al establecimiento de nexos criminales con los delincuentes– son algunas de las limitaciones para enfrentar con éxito las situaciones que se presentan.
La carencia de una política en la materia lleva a improvisar en cada caso, de acuerdo a las circunstancias que se presenten. Así, las vidas de los plagiados quedan casi exclusivamente en manos de los raptores, supeditadas a la informalidad de las negociaciones que existan entre los secuestradores y los familiares de las víctimas.
El desconcierto que produce el no saber en base a qué parámetros actuar y la presión de la opinión pública favorecen a los que optaron por la ilegalidad.
Urge, pues, consensuar pautas de comportamiento relativamente regulares para responder al drama que afecta –o puede afectar, potencialmente– a los acaudalados, pero también a los que no son tan poderosos económicamente.
El Estado, constitucionalmente, es el encargado de velar por la seguridad de las personas y sus bienes. Por lo tanto, es su obligación atender un problema que va ampliando su radio de acción y causa serios daños a la estabilidad emocional de la sociedad.
Una política de Estado es un marco teórico que define los criterios a seguir y determina las formas prácticas de actuar. Abarca las acciones institucionales y la adecuación legal al dinamismo de la realidad.
El hecho de que solo en el 2005 se promulgara la Ley 2.849, Antisecuestro, revela la lentitud para reaccionar ante un fenómeno que debió preverse con mayor antelación.
Es obvio que a este instrumento jurídico tienen que sumarse otros medios persuasivos que hagan desistir a los que tienen intenciones de agredir el orden social. Ellos deben estar al tanto de que se moverán cielo y tierra para que no queden impunes.
El secuestro es una de las formas más radicales de inseguridad porque la sensación que transmite es que todos podemos sufrir el atropello. Pulveriza la tranquilidad y obliga a adoptar modos de vida inhumanos.
Por todo esto, el Gobierno debe tomar en serio lo que ocurre y adoptar las medidas que permitan enfrentar con herramientas actualizadas este flagelo que genera miedo e incertidumbre.