13 jul. 2025

“Green, papi, green”

Va con onda

Tengo un amigo socialista obsesionado con lo que llama la revolución agraria. Cree que la única forma de acabar con las diferencias sociales es repartiendo tierras; una porción igual para cada paraguayo.

Yo le miro divertido mientras él pontifica entre bocanadas de humo de su eterno cigarrillo y le pregunto, por ejemplo, qué haría él con su porción de tierra; o mejor, qué se supone que vaya a hacer yo con la mía.

Él apaga la colilla en el suelo y me responde resignado que los burgueses nunca entenderemos nada.

Tengo un amigo conservador y religioso que cuando habla de la izquierda -y de mi otro amigo en particular- se refiere siempre a “esos haraganes"; y a reglón seguido afirma que la única diferencia entre ricos y pobres es que unos supieron aprovechar sus oportunidades y los otros no.

Le pregunté cuántas oportunidades tuvo él, hijo de un próspero ganadero, y cuántas Alberto, su jardinero, hermano de seis, hijo de una mujer analfabeta y de padre desconocido.

“Y seguro que el señor periodista tiene todas las respuestas”, me dice algo picado.

Es cierto, no tengo las respuestas, no todas, pero sí una, la más importante y la más obvia.

Es más, todavía recuerdo el día en el que esa obviedad se me clavó en la cabeza para convertirse en una obsesión con los años.

Fue así. Venía de buscar a mi hija, Alma, de una de esas guarderías especializadas donde, según los pedagogos, el niño recibe una estimulación temprana que le permite luego duplicar su capacidad de aprendizaje.

Yo conducía en automático, perdido en oscuros cálculos matemáticos con los que pretendía conseguir que el sueldo, naturalmente inelástico, se extendiera milagrosamente hasta fin de mes, cuando, de pronto, escuché la vocecita de Alma: “Green, papi, green”. Solo entonces me di cuenta de que el semáforo estaba en verde.

En la misma esquina estaba una mujer con el limpiaparabrisas en una mano mientras con la otra sujetaba a una nena de la edad de Alma.

Hacer la comparación fue inevitable. “Green, papi, green”. Mi hija que no tenía dos años entendía la función de un semáforo y sabía relacionar el nombre del color con su versión en inglés.

Nada excepcional, pero yo sabía que era casi imposible que pudiera hacer lo mismo aquella otra niña.

Me pregunté qué otras cosas sabría Alma en los próximos años que la otra desconocería; y qué pasaría cuando ambas disputasen mañana un empleo y un lugar en el mundo.

La dolorosa respuesta la sabemos todos.

Las diferencias no desaparecerán repartiendo tierras ni bienes, lo harán cuando la educación de todas las nenas sea igual o mejor que la que le pagamos a Alma.

Esa es mi respuesta; obvia y trillada, pero ineludible.