Simeón no solo pudo ver, también tuvo el privilegio de abrazar la esperanza anhelada, y eso lo hace exultar de alegría. Su corazón se alegra porque Dios habita en medio de su pueblo; lo siente carne de su carne.
La liturgia de hoy nos dice que con ese rito, a los 40 días de nacer, el Señor –fue presentado en el templo para cumplir la ley, pero sobre todo para encontrarse con el pueblo creyente–. El encuentro de Dios con su pueblo despierta la alegría y renueva esperanza.
El canto de Simeón es el canto del hombre creyente que, al final de sus días, es capaz de afirmar: Es cierto, la esperanza en Dios nunca decepciona. Él no defrauda. Simeón y Ana, en la vejez, son capaces de una nueva fecundidad, y lo testimonian cantando: La vida vale la pena vivirla con esperanza porque el Señor mantiene su promesa; y será, más tarde, el mismo Jesús quien explicará esta promesa en la Sinagoga de Nazaret: Los enfermos, los detenidos, los que están solos, los pobres, los pecadores son invitados a entonar el mismo canto de esperanza.
Este canto de esperanza lo hemos heredado de los mayores. Han introducido en esta dinámica. En sus rostros, en sus vidas, en su entrega constante pudimos ver como la alabanza se hizo carne.
Somos herederos de los sueños de nuestros mayores, herederos de la esperanza que no desilusionó a nuestras madres y padres fundadores, a nuestros hermanos mayores. Somos herederos de nuestros ancianos que se animaron a soñar; y, al igual que ellos, hoy queremos nosotros también cantar: Dios no defrauda, la esperanza en él no desilusiona. Dios viene al encuentro de su Pueblo. Y queremos cantar adentrándonos en la profecía de Joel: “Derramaré mi espíritu sobre toda carne, vuestros hijos e hijas profetizarán, vuestros ancianos tendrán sueños y visiones”.
Lo que despertó el canto en Simeón y Ana no fue ciertamente mirarse a sí mismos, analizar y rever su situación personal. No fue el quedarse encerrados por miedo a que les sucediese algo malo. Lo que despertó el canto fue la esperanza, esa esperanza que los sostenía en la ancianidad. Esa esperanza se vio recompensada en el encuentro con Jesús. Cuando María pone en brazos de Simeón al Hijo de la Promesa, el anciano empieza a cantar sus sueños. Cuando pone a Jesús en medio de su pueblo, este encuentra la alegría. Y sí, solo eso podrá devolvernos la alegría y la esperanza, solo eso nos salvará de vivir en una actitud de supervivencia. Solo eso hará fecunda nuestra vida y mantendrá vivo nuestro corazón.
Somos conscientes de la transformación multicultural por la que atravesamos. De ahí la importancia de que el consagrado y la consagrada estén insertos con Jesús, en la vida, en el corazón de estas grandes transformaciones. La misión es la que nos recuerda que fuimos invitados a ser levadura de esta masa concreta. El Señor nos invitó a leudar aquí y ahora, con los desafíos que se nos presentan. No desde la defensiva, no desde nuestros miedos sino con las manos en el arado ayudando a hacer crecer el trigo tantas veces sembrado en medio de la cizaña.
(frases extractadas de https://www.aciprensa.com/noticias/texto-homilia-papa-francisco-en-la-misa-de-la-fiesta-de-la-presentacion-del-senor-14823).