Desde diversos sectores de la sociedad se venía advirtiendo en los últimos meses que la situación en las cárceles paraguayas era un polvorín a punto de estallar. Los trágicos sucesos del domingo último en la Penitenciaría Regional de San Pedro del Ycuamandyyú, con repercusiones en otros establecimientos penitenciarios del país, constituyen un lamentable ejemplo de lo que se buscaba evitar a través de los constantes reclamos.
El sangriento motín, en que integrantes de la organización criminal brasileña Primer Comando da Capital (PCC) atacaron y dieron muerte a diez personas de una facción enemiga, el clan Rotela, procediendo a decapitar a cinco de los reclusos y a incinerar los cuerpos de otros tres, con saña y brutalidad pocas veces vista, dejando a otras 14 personas heridas, muestran la incapacidad del Estado en tener bajo control a las poblaciones de las cárceles, que en gran medida son manejadas por los criminales allí alojados, quienes disponen impunemente de todo tipo de armas, incluyendo a las de alto poder de fuego, además de drogas, equipos de comunicación con el exterior y otros privilegios que le deberían estar vedados.
No es la primera vez que se producen rebeliones sangrientas en las prisiones. Una situación igualmente trágica se registró en 2001 en la Penitenciaría de Ciudad del Este, donde murieron 25 personas y más de un centenar quedaron malheridas tras un motín y un incendio iniciado por reclusos del PCC. En esa ocasión se alertó que algo similar podía volver a ocurrir si no se tomaban medidas urgentes, pero muy poco se hizo en respuesta.
El Mecanismo Nacional de Prevención de Torturas (MNP), que ejerce periódicos controles sobre la situación de las cárceles, produjo hace poco el informe “Pabellón de la bronca”, en el cual se establece claramente que había una población de 14.561 reclusos y reclusas en 17 establecimientos penitenciarios que tienen una capacidad máxima real de alojamiento –adaptada a los estándares internacionales en materia de derechos humanos– para solamente 4.310 personas. Es decir, hay un 337% de ocupación. Para alojar a la población que excede el espacio, se necesita construir al menos otros 22 establecimientos penitenciarios de 500 plazas cada una, sostiene.
La gravedad de la situación no está solamente marcada por el hacinamiento físico, sino también por los altos niveles de corrupción que subsisten en la administración de las cárceles, donde muchos directivos, funcionarios y guardias no solo permiten que ingresen armas y drogas, sino conceden todo tipo de beneficios prohibidos a cambio e dinero, además de situaciones de maltratos inhumanos, instalaciones precarias, alta mora en la producción de sentencias judiciales (se mantiene un 75% de presos sin condenas), entre otras graves falencias. A ello se suma la persistencia en prisión de gran número de miembros de poderosas organizaciones criminales brasileñas como el PCC y el Comando Vermello, acostumbradas a ejercer su siniestro poder desde las cárceles y que han extendido su influencia en territorio paraguayo.
El Estado no puede rehuir a garantizar la seguridad de todos los ciudadanos, también de quienes están presos. Si el problema no es abordado con urgencia, el país se expone a más casos de violencia criminal y de alta inseguridad, en las cárceles y fuera de ellas.