El transporte público en Paraguay es uno de los ámbitos sensibles para la ciudadanía y de peor desempeño. Todas las decisiones gubernamentales siempre han estado supeditadas a los intereses particulares de los transportistas, de los importadores, de los fabricantes y de las empresas constructoras.
Los resultados son nefastos. La gente de a pie pierde oportunidades laborales y educativas por la ausencia de movilidad o por los altos costos. Ni hablar de las personas que tienen algún problema físico. Para ellas, pensar en trabajar o estudiar es casi una utopía, no una aspiración posible de concretar.
Calidad no existe. Además de pagar un alto costo, la gente viaja en condiciones inhumanas, con largas horas de espera, sin posibilidad de calcular tiempos de salida ni de llegada y descomposturas en el trayecto.
La falta de previsibilidad en los horarios no solo afecta a la productividad del trabajo, sino también contribuye a la inseguridad ciudadana. Cuanto más tiempo las personas están en una parada o más solas se encuentran en el trayecto, mayores son la vulnerabilidad y la posibilidad de enfrentarse a un asaltante.
Ninguno de estos problemas está en la agenda pública de las autoridades ni de funcionarios públicos.
Es asombrosa la rapidez con la que las autoridades ceden a las presiones de sectores particulares frente a la necesidad y los derechos de la mayoría.
Mientras la gente de a pie lleva años sufriendo las consecuencias de la ausencia de una política de transporte público, en unas pocas reuniones con sectores interesados –minoritarios– se deja atrás el bien común.
Así, entramos en un círculo perverso de ineficiencia económica, malestar ciudadano, intereses corporativos que perjudican a muchos, beneficiando a una minoría.
La ineficiencia se traduce en altos costos gubernamentales en infraestructura.
Nos llenamos de viaductos para cada vez más autos en la ciudad con solo una persona dentro, y se destruyen calles por el exceso de vehículos.
El congestionamiento cuesta caro en combustibles y contaminación, más todavía si los vehículos son usados. Cada vehículo descompuesto en las calles se traduce en costos no solo para los propietarios sino también para el resto de la ciudadanía que pierde tiempo y dinero por culpa de las largas esperas en las filas.
Y estos costos no se cubren con impuestos directos. Terminan siendo pagados por todos con impuestos indirectos, lo cual resulta injusto porque estos recaen desproporcionalmente sobre quienes se mueven en transporte colectivo.
Frente a este panorama desolador, no hay que perder la esperanza. La ciudadanía debe seguir reclamando un transporte público eficiente y de calidad hasta que alguna autoridad que privilegie el bien común tome cartas en el asunto, imponga los impuestos que se requieren e implemente una política pública beneficiando de una vez por todas a la mayoría.