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Quizá lo más interesante de la saga Los juegos del hambre sea el mensaje político: tarde o temprano todo gobierno totalitario se enfrenta a una rebelión por parte de su maltratada población.
Aunque muy simple, es mejor que nada cuando se trata de una mayoría de telespectadores adolescentes que verán la película. Es cierto que estos jóvenes no vienen a verla por su mensaje político (posiblemente muchos pasan de largo de él), sino que vienen por la heroína, por la acción, por el glamour.
De todos modos, hay que darles el crédito a los creadores –y a la novelista Suzanne Collins– por al menos intentar dar un mensaje de rebeldía ante la opresión a unos jóvenes que hasta ahora están consumiendo películas con malos por un lado y buenos por el otro, el amor en el medio y ya está. Sagas como Harry Potter, Narnia, Percy Jackson, Crepúsculo o Eragon no se atrevieron a tanto, y solo La brújula dorada apuntaba a algo parecido hasta que se truncó.
¿Violencia? Esta película es tan convencional como cualquier otra en este rubro, y esta segunda parte ya no tiene tantos muertos como en la primera. En sí, la saga hasta ahora es una inocentada en comparación a otras con mucha más carga violenta. Competencia donde hay que matar para sobrevivir es un tema casi recurrente en muchos títulos cinematográficos de al menos los 90 para arriba.
Así que Los juegos del hambre puede ser vista en dos registros, ambos bastante claros. Uno, el que más atrae, es el de la heroína talentosa que va eliminando uno a uno a sus oponentes mientras lidia con problemas amorosos; otro es donde esta heroína encarna la esperanza de revolución para toda una nación que vive pisoteada por un Estado totalitario y hambreador. El primero es lo que vende realmente, está muy bien hecho porque cumple con todos los requisitos formales y técnicos; el segundo hace que la saga salga un poco del molde y la haga recomendable para todos, incluso los no tan jóvenes.
En la tercera parte que se viene, ya no hay juegos sino solo la revuelta social. Veremos cómo capta la atención de aquellos que solo venían por la parte competitiva y no por la parte política.