Recientemente falleció el destacado científico, biólogo y profesor de la Universidad de Harvard, Edward Wilson, conocido en la comunidad científica como “el sucesor de Darwin en el siglo XXI”.
Fue un autor muy prolífico, ganador por dos veces del premio Pulitzer y un reconocido humanista que desarrolló en gran medida el concepto de biodiversidad, sobre lo cual se habla mucho actualmente, por la acelerada pérdida de la misma que el planeta está enfrentando.
Entre las tantas cosas muy interesantes que el doctor Wilson escribió se encuentra una frase que describe, de manera sintética pero fantástica, la realidad que estamos viviendo en nuestras sociedades.
Decía algo así como: “Actualmente tenemos emociones del Paleolítico, instituciones del Medioevo y tecnología propia de un Dios. Y esto es una combinación sumamente peligrosa”
Es cierto que nos maravillamos constantemente con el extraordinario avance tecnológico y las tremendas posibilidades que nos presenta para enfrentar, precisamente, muchos de los serios problemas globales que nos toca vivir.
Cuestiones como la tremenda crisis climática, la pobreza, la seguridad alimentaria, el acceso al agua y saneamiento, la educación de calidad, las pandemias, la corrupción, la inseguridad, pueden ser enfrentadas local y globalmente con el uso de tecnologías apropiadas que hoy están al alcance de todos los países.
Sin embargo, cuando se carecen de instituciones sólidas que sean capaces de comprender mejor las nuevas realidades y actuar en consecuencia, no se aprovecha lo mejor que puede brindarnos la tecnología de vanguardia. Así quedamos atrapados en una peligrosa espiral de desesperanzada y pérdida casi total de confianza en las instituciones democráticas.
Esto, a su vez, da pie a la constante emergencia de liderazgos populistas –tanto de derecha como de izquierda– que aprovechan esta suerte de sociedad distópica para exacerbar esas emociones del neolítico que menciona Wilson.
Y en esta dinámica, la sofisticada tecnología detrás de las comunicaciones y de las ubicuas redes sociales, sí aprovecha su poder para aprovecharse de ese conjunto de emociones bien primarias que surgen con fuerza en medio de tantos “fakes” o noticias falsas, medias verdades o teorías conspiraticias casi por doquier.
Es increíble constatar que mucha gente se halla más dispuesta a creer y confiar en una noticia que le llega por Twitter o por WhatsApp desde una comunidad en donde comparte ciertas ideas preconcebidas, que la opinión de expertos o de la propia ciencia con su método científico.
Solo así se pueden explicar movimientos como los actuales “antivacunas” por ejemplo, que contradicen desde esas emociones del neolítico los siglos de avance del pensamiento científico.
Y estas emociones, exacerbadas en gran medida gracias al concurso de poderosas tecnologías y en medio de instituciones disfuncionales y carentes de confianza, generan sociedades en franco proceso de fragmentación, polarizadas y con posiciones que se ubican en los extremos, alejándose de un centro más racional en donde se deberían tejer los acuerdos básicos para que las democracias puedan funcionar de una mejor manera.
Este es el gran riesgo que corremos en nuestras democracias actuales, con instituciones que no se perciben como capaces de solucionar efectivamente los problemas reales de la gente.
Para enfrentar esta situación, necesitamos la emergencia de nuevos liderazgos, que básicamente modifiquen la ecuación perversa que le preocupaba tanto al profesor Wilson.
Es decir, líderes que apuesten en serio por la construcción de mejores instituciones, utilizando la tecnología de vanguardia para enfrentar los problemas acuciantes con idoneidad y eficiencia.
Líderes que logren despertar de vuelta las mejores emociones de los seres humanos, las que nos lleven hacia nuevas utopías y nos alejen de la distopía de una sociedad no deseada.