Las ovejas sin un pastor están perdidas. Las personas, sin alguien que les dé el alimento que es fuerza y guía de sus vidas, también están perdidas. Jesús ha venido a traernos ese alimento: en él encontramos el sentido de nuestra vida; gracias a él las tinieblas que nos impedían reconocernos con claridad se disipan. Del mismo modo, al cuerpo le podemos dar todo tipo de alimentos, pero no todos alimentan del mismo modo. Cristo mismo se hace alimento por excelencia.
Aquellas personas que seguían a Jesús se olvidaron del alimento del cuerpo. Y el Señor se sirvió de eso para ilustrar a los discípulos. El alimento no se puede postergar mucho. Pero ¿dónde se encuentra ese alimento? ¿De qué alimentos nos habla en realidad el evangelio de la misa de hoy? Los alimentos del cuerpo se compran. Los discípulos, sin embargo, no podían proveer de ese alimento a muchas personas. Entonces, ¿por qué les pidió Jesús que dieran de comer a tantos? Porque hay un alimento que ellos sí podían dar. Un alimento que, ofrecido con generosidad, se multiplica y, como le sucedió a la viuda de Sarepta, de la que nos habla el primer libro de los Reyes (17,8-16), aunque se disponga de él no se agota.
La Palabra de Dios debe atravesar todo tiempo y todo espacio, de modo que, de edad en edad, llegue a todos los rincones del orbe. Y lo hace, de un modo particular, a través de sus profetas, encargados de llevar el alimento de la Palabra a las personas que les rodean para que estas, a su vez, lo lleven a otras, y así el alimento abunde y pueda alimentar cada vez a más en más sitios. Jesús nos recuerda que su petición de dar de comer a los hambrientos atañe a todos los cristianos. A nosotros nos compete ver cómo hacer eso realidad en el día a día, con nuestras palabras y con nuestras obras.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-ni/gospel/evangelio-feria-vi-despues-epifania/)