Deseamos escuchar nuevamente aquella voz que la primera lectura describe como de “un pastor que apacienta el rebaño, reúne con su brazo los corderos y los lleva sobre el pecho; cuida él mismo a las ovejas que crían” (Is 40,11).
Podemos aspirar, con la gracia de Dios, a ser transformados siempre un poco más, aunque a veces suceda más lentamente de lo que quisiéramos: “Nunca me han gustado –escribía san Josemaría– esas biografías de santos en las que, con ingenuidad, pero también con falta de doctrina, nos presentan las hazañas de esos hombres como si estuviesen confirmados en gracia desde el seno materno. No. Las verdaderas biografías de los héroes cristianos son como nuestras vidas: luchaban y ganaban, luchaban y perdían. Y entonces, contritos, volvían a la lucha”[4].
Para salir al encuentro de Jesús es necesario nunca adormecer ese impulso interior que nos lanza a buscarlo, que nos impulsa constantemente hacia la santidad que nos espera. “Aún avanzo –dice san Agustín–, aún camino, todavía estoy en ruta, todavía me esfuerzo, aún no he llegado. Por lo tanto, si tú también caminas, si te esfuerzas, si piensas en lo que ha de venir, olvida el pasado, no pongas tu mirada en eso, para no anclarte en el lugar donde te vuelves a mirar. Si dices: ¡ya basta!, estás perdido”[5].
El Señor nunca nos abandona. Esa es nuestra esperanza. Siempre habrá tropiezos, pero esa misma debilidad, cuando se reconoce como tal, atrae la fortaleza de Dios... No se santifica el que nunca cae –un alma así no existe– sino el que se levanta con agilidad.
(Frases extractadas https://opusdei.org/es-py/article/meditaciones-martes-segunda-semana-adviento/)