Me inicié en el periodismo dos años después del golpe, en plena borrachera democrática, con la candidez propia de una generación convencida de que haría historia embistiendo los molinos de la corrupción.
Teníamos hambre de gloria y la tranquilizadora certeza de que jamás abandonaríamos la pobreza. Esa renuncia tempranera a una vida acomodada definía el perfil del periodista de aquellos años; una cofradía bohemia que no aspiraba al oro, pero sí al éxito efímero de la primicia. Se llamaba vocación.
Y mis primeras escaramuzas no pudieron ser más líricas. Me arrojaron a los laboriosos algodonales, desde donde debía alimentar las crónicas agropecuarias del diario.
A menudo, me veía obligado a reportar sobre las tediosas visitas oficiales del ministro y su frondosa comitiva a las zonas de producción.
Entre los técnicos de la cartera había uno que destacada del grupo. Daba la impresión de ser altamente competente y notoriamente ambicioso. No le caíamos en gracia. Era consciente de que su nivel académico era infinitamente superior al nuestro, y no desaprovechaba oportunidad para recordarlo.
Con todo, le respetábamos. En el país de los ciegos -pensábamos- era lógico que el tuerto quiera ser rey.
En una de esas abúlicas visitas, el hombre no se percató de que los periodistas estábamos allí. Perplejos, le vimos recibir al ministro. Nunca habíamos presenciado semejante demostración de servilismo. Le llenó de halagos; le invitó a la mesa, le retiró la silla para que se sentara y le acercó el plato.
En los veinte minutos que duró el refrigerio jamás paró con los elogios y se levantó como diez veces para volver a llenar el vaso del ministro.
La última vez, luego de dedicarle otra sonrisa a su jefe y torcer la cerviz se sentó, levantó la vista y se encontró con la mía. Fue brutal. Se sintió absolutamente humillado y miserable. El hombre se había despojado de toda dignidad. Estaba allí, moralmente desnudo, exponiendo sus miserias a mi vista.
Me odio y se odió.
Al poco tiempo dejó el Ministerio. No le fue mal. Hizo fortuna en el sector privado.
Hace un par de meses le volví a encontrar. Yo regresaba de dejar a las nenas en el colegio y él venía caminando alegremente hacia las que supongo deben ser sus oficinas. Me reconoció de inmediato y la risa se le borró del rostro. Bajó la cabeza y se metió presuroso al edificio.
Veinte años no habían borrado su vergüenza.
Le recordé en estos días, al escuchar al canciller explicar el escándalo de sus ingresos, y a los de la Justicia Electoral intentar justificar a sus planilleros. Podrán buscarle algún ropaje legal, pero es bueno que sepan que la indignidad ya no se la sacarán de encima.