Jesús tiene delante un gentío. Probablemente, muchos de los que le escuchan son personas que trabajan el campo y viven de sus frutos. Por eso, como leemos al final del pasaje, Jesús les hablaba conforme podían entender.
Pero el Señor no solo quería que entendieran desde el punto de vista intelectual: quería llenarlos de ilusión por el mensaje que estaba intentando transmitir, para que captaran que aquello que escuchaban estaba destinado a convertirse en vida.
¿Cuál es la ilusión de un sembrador? Sin duda, ver fructificar aquello que sembró. Por eso, Jesús quiere sembrar en los que le escuchan el santo deseo de tener una vida fecunda. Es por eso que les insiste en que la semilla nace y crece sin que el sembrador sepa cómo. El Señor nos quiere recordar que nuestras obras, cuando las hacemos en unión con Dios, cuando buscamos su gloria, nunca quedan estériles. El testimonio de la Sagrada Escritura es unánime en ese sentido: Cuando obramos por amor de Dios, siempre, siempre hay fruto.
“Mis elegidos no trabajarán en vano” (Isaías 65, 23); “Por tanto, amados hermanos míos, manteneos firmes, inconmovibles, progresando siempre en la obra del Señor, sabiendo que vuestro trabajo no es vano en el Señor” (1 Corintios 15, 58).
Porque uno de los grandes retos de nuestra fe es ese: el paso del tiempo, la falta de brillo de nuestro trabajo cotidiano, la aparente falta de avance en nuestra vida espiritual. Por eso, Jesús quiere animarnos a no desistir, a recordar que el Espíritu Santo actúa en nuestra alma sin darnos cuenta. Pero Jesús no se queda ahí: quiere que demos fruto, pero un fruto abundante (cfr. Juan 15, 5). Por eso trae a colación la imagen de la semilla de mostaza, que llega a hacerse la mayor de las hortalizas y echa ramas grandes.
(Frases extractadas de https://opusdei.org/es-py/gospel/evangelio-domingo-undecima-semana-tiempo-ordinario-ciclo-b/).