P. Víctor Urrestarazu
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”... En aquel tiempo, Jesús se apareció otra vez a los discípulos junto al lago de Tiberíades...” (Juan 21, 1-19)
En este tercer domingo del tiempo de Pascua, me gustaría que reflexionemos acerca del día del Señor. El precepto de santificar las fiestas responde también a la necesidad de dar culto público a Dios, y no solo de modo privado. Algunos pretenden relegar el trato con Dios al ámbito de la conciencia, como si no debiera tener necesariamente manifestaciones externas. Sin embargo, el hombre tiene el deber y el derecho de rendir culto externo y público a Dios; sería una grave lesión que los cristianos se vieran obligados a ocultarse para poder practicar su fe y dar culto a Dios, que es su primer derecho y su primer deber.
El domingo y las fiestas determinadas por la Iglesia son, ante todo, días para Dios y días especialmente propicios para buscarle y para encontrarle. Nunca podemos dejar de buscarlo; sin embargo, hay períodos que exigen hacerlo con más intensidad, porque en ellos el Señor está especialmente cercano, y por lo tanto es más fácil hallarlo y encontrarse con Él. Esta cercanía constituye la respuesta del Señor a la invocación de la Iglesia, que se expresa continuamente mediante la liturgia. Más aún, es precisamente la liturgia la que actualiza la cercanía del Señor.
Las fiestas tienen una gran importancia para ayudar a los cristianos a recibir mejor la acción de la gracia. En esos días se exige también que el creyente interrumpa el trabajo para poder dedicarse mejor al Señor. Pero no hay fiesta sin celebración, pues no basta dejar el trabajo para hacer fiesta; tampoco hay fiesta cristiana sin que los creyentes se reúnan para dar gracias, alabar al Señor, recordar sus obras, etcétera. Por eso indicaría poco sentido cristiano plantear el domingo, la fiesta, el fin de semana..., de manera que se hiciera imposible o muy difícil ese trato con Dios. A algunos cristianos tibios les sucede que acaban por pensar que no tienen tiempo para asistir a la Santa Misa, o lo hacen precipitadamente, como quien se libera de una enojosa obligación.
El descanso no es solo una oportunidad para recuperar fuerzas, sino que es también signo y anticipo del reposo definitivo en la fiesta del Cielo. Por eso la Iglesia quiere celebrar sus fiestas incluyendo el descanso laboral, al que por otra parte tienen derecho los fieles cristianos como ciudadanos iguales a los demás; derecho que el Estado ha de garantizar y proteger.
El descanso festivo no debe interpretarse ni ser vivido como un simple no hacer nada –una pérdida de tiempo–, sino como la ocupación positiva y el enriquecimiento personal en otras tareas. Hay muchos modos de descansar, y no conviene quedarse en el más fácil, que muchas veces no es el que mejor nos descansa.
Esos días podemos pasar más tiempo con la familia, atender a la educación de los hijos, cultivar el trato social y las amistades, hacer alguna visita a unas personas necesitadas, o que están solas o enfermas, etcétera. Es quizá la ocasión que estábamos buscando para poder conversar detenidamente con un amigo; o el momento para que el padre o la madre puedan hablar a solas, al hijo que más lo necesita y escuchar.