17 jul. 2025

Docilidad en la dirección espiritual

Con la asistencia del Espíritu Santo a su Iglesia, los primeros fieles gozaron del desvelo sacrificado de sus pastores. Por contraste, los fariseos no supieron guiar al pueblo elegido porque, culpablemente, se quedaron sin luz y echaron sobre los hijos de Israel una carga áspera y dura, que además no les llevaba a Dios. El Señor les llama en el evangelio de la misa guías ciegos, incapaces de señalar a otros el verdadero camino.

Una de las gracias más grandes que podemos haber recibido es la de tener quien nos oriente en esta senda de la vida interior; y si no hemos encontrado aún a quien nos enseñe y aconseje, en nombre de Dios, en la construcción del propio edificio espiritual, pidámoslo al Señor: quien busca, encuentra; el que pide, recibe; al que llama, se le abrirá. Él no dejará de darnos este gran bien.

En la dirección espiritual vemos a esa persona, puesta por el Señor, que conoce bien el camino, a quien abrimos el alma y hace de maestro, de médico, de amigo, de buen pastor en las cosas que a Dios se refieren.

Nos señala los posibles obstáculos, nos sugiere metas más altas en la vida interior y puntos concretos para que luchemos con eficacia; nos anima siempre, ayuda a descubrir nuevos horizontes y despierta en el alma hambre y sed de Dios, que la tibieza, siempre al acecho, querría apagar.

La Iglesia, desde los primeros siglos, recomendó siempre la práctica de la dirección espiritual personal como medio eficacísimo para progresar en la vida cristiana.

En la dirección espiritual se requiere un profundo sentido humano y un gran espíritu sobrenatural; por eso, la confidencia “no se hace a cualquier persona, sino a quien nos merece confianza por lo que es o por lo que Dios la hace ser para nosotros”.

Para San Pablo, la persona que Dios elige será Ananías, quien le fortalece en el camino de su conversión; para Tobías será el arcángel San Rafael, con figura humana, el encargado por Dios de orientarle y aconsejarle en su largo viaje.

Acudamos a Santa María para ser constantes en la dirección de nuestra alma, y ser sinceros, abriendo el corazón del todo, y dóciles, como el barro en manos del alfarero.

(Frases extractadas del libro Hablar con Dios).