Ya han pasado prácticamente ocho semanas desde que nuestro país se encuentra en gran medida paralizado a causa de esta inédita crisis del Covid-19.
En términos generales, existe una suerte de aceptación de las medidas sanitarias que se han tomado, de forma bien prematura, para contener el avance exponencial del contagio del virus, por lo catastrófico que sería esto para un sistema de salud muy precario como el nuestro.
La inminencia del inicio de la “cuarentena inteligente” genera ciertas expectativas positivas, pues disminuye la incertidumbre de las últimas semanas sobre cuál sería el plan para ir saliendo de esta situación de manera ordenada.
El liderazgo del ministro de Salud es reconocido como muy positivo. Y goza de una gran dosis de confianza ciudadana, algo por cierto muy poco común en los últimos años para cualquier funcionario de alto rango de la administración pública.
En materia económica, las cosas ya se ven de manera diferente y el impacto de la crisis ya se siente con mucha fuerza. Es cierto que se han arbitrado una serie de medidas desde el Estado, pero para muchos estas se consideran aún insuficientes, puesto que no están llegando a determinados sectores que la están pasando extremadamente mal.
Es el caso de las mipymes por ejemplo, que reclaman a gritos que se les acaba el tiempo y que los resultados de las medidas implementadas llegan muy lentamente. Las consecuencias son catastróficas en términos de pérdidas de empleos y masivo vuelco a la informalidad.
Ahora bien, cuando vamos al tema de cómo vamos a pagar toda esta cuenta, la reacción es exasperante. Existe una percepción generalizada de una tremenda injusticia que se genera entre un sector privado tratando desesperadamente de sobrevivir y un sector público que sostiene la gran mayoría de sus privilegios gracias a nuevos endeudamientos que, finalmente, deberán ser pagados por toda la población durante esta y siguientes generaciones.
Pero aún mucho peor, las serias sospechas de corrupción en el manejo de los fondos públicos para determinadas compras efectuadas en el marco de la emergencia sanitaria, pueden encender la mecha del descontento social con consecuencias impredecibles.
La corrupción es detestable en cualquier momento y siempre debe ser combatida, pero en este contexto tan delicado la reacción desde las más altas autoridades debe ser aún más contundente con señales bien claras. Y convincentes. Es el momento de que todos veamos en la práctica la famosa frase “caiga quien caiga”.
Se entiende perfectamente que en situación de emergencia se deban flexibilizar determinados procedimientos de compras públicas. Y al menos para el sector salud existen ingentes recursos públicos disponibles para enfrentar la situación sanitaria.
La combinación de enormes recursos y mayor flexibilidad configuran un atractivo enorme para todo un sistema de corrupción que está siempre al acecho en nuestro país.
Por ello, la variable que debe funcionar en estas circunstancias es el control estricto de los gastos públicos y el castigo ejemplar a los actos de corrupción.
Más que nunca precisamos una labor activa, coordinada y efectiva de varios organismos como la Secretaría Nacional de Anticorrupción, la Auditoría General del Poder Ejecutivo, la Contraloría General de la República, Contrataciones Públicas, la Fiscalía General del Estado. En fin, de todos, cuidando al más mínimo detalle la utilización de los fondos públicos.
Pero además de la labor de estos organismos técnicos, necesitamos imperativamente señales políticas del más alto nivel, con mensajes y decisiones concretas que permitan que la ciudadanía confíe realmente en el mensaje de campaña del caiga quien caiga.
Mucho cuidado con la paciencia ciudadana en este momento tan especial que estamos viviendo como sociedad. Utilicemos correcta, efectiva y decididamente los mecanismos institucionales para combatir esta situación. Es hora de que cambiemos lo que haya que cambiar.