04 ago. 2025

“Cuando uno tiene ganas de vivir, es rebelde”

Es muchos en uno: bailarín, mimo, actor de teatro, cine y televisión, director, escritor, algo filósofo. Cuestionador, sencillo, agudo, sereno. ¿Algo más? Mucho más, quizás. Pero nada menos: Norman Briski.

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Revista Vida

El flash se enciende y su rostro de abuelo tierno empieza a transformarse. Se desfigura en muecas y gestos hilarantes; por momentos desafiantes, en otros indiferentes. Pero todas esas caras con las que Norman Briski enfrenta a la cámara fotográfica no dirían absolutamente nada si no fuera por sus ojos: esos ojos que desbordan expresividad y las tiñen de un celeste intenso.
Podríamos recurrir a los números para tratar de entender quién es este hombre: 77 años de edad, más de 50 de carrera artística, 10 años de exilio, al menos 70 participaciones en trabajos cinematográficos y televisivos, más de 30 obras teatrales escritas... la lista es extensa.

Pero no alcanza. Briski es mucho más que cifras. Es el niño que a los cinco años ya participaba en las obras de teatro de la escuela; el joven que enmudeció durante muchos años para trabajar como mimo; el multifacético que estudió danza moderna, teatro, cine y televisión, y que, no conforme con eso, después empezó a escribir y a dirigir. El inquieto que militó en política en tiempos de dictadura, con lo cual se ganó un exilio de una década, que lo llevó a trabajar en Francia, España y Estados Unidos. El hombre maduro que disfruta haciendo teatro popular. El que se resiste a que la tecnología altere la espontaneidad de su trabajo.
Hace unos días, este artista argentino estuvo en Asunción, donde presentó una obra de teatro popular con su elenco Miguelitos. ¿Por qué ese nombre? “Porque molestamos”, es la respuesta clara, en referencia a los clavos de cuatro puntas de los que tomaron la denominación.
Las presentaciones fueron en escenarios tan poco convencionales como el Bañado Tacumbú y la Chacarita, porque ese es —principalmente— el tipo de público al que busca dirigirse con obras concebidas por los mismos actores a partir de relevamientos en los barrios populares. Esta vez fue La empanada verde la propuesta que pusieron a consideración del público.
En medio de esas actividades, el maestro —como le dicen no solo sus alumnos, sino todos los que lo reconocen y respetan— se tomó unos minutos para conversar con Vida.

-¿Con qué se encontró en la Chacarita?
-Con un montón de chicos. Al principio nos preocupó un poco eso, porque La empanada verde es una obra que tiene un sujeto imaginario más adulto, así que no sabíamos cómo iba a resonar en un público tan pequeño en edad, en situación de pobreza. Sin embargo, fue jubiloso el encuentro con ellos y han disfrutado justamente del hecho de que no les habláramos como chicos, sino como grandes.

-Pero suelen trabajar con público adulto en situación similar...
-Sí. De hecho esta obra es la consecuencia de un relevamiento en la Villa 21 de Buenos Aires (donde viven muchos inmigrantes, entre ellos, paraguayos), con la metodología que viene desde el Grupo Octubre, de los años 70: investigar primero qué está pasando en esas comunidades. Son los propios actores los que hacen eso, es una tarea casi periodística. Una vez que se toman todas esas problemáticas del lugar, buscamos la manera de incluirlas en la obra. Luego dramatizamos las escenas que pudimos rescatar.

-¿Cree que estas realidades que se muestran en la obra tienen algún efecto en los espectadores?
-Nosotros pensamos que si estamos hablando de lo que les pasa, va a haber una identificación inmediata, y es lo que sucede. Hablamos de lo que ellos mismos nos hablaron. Lo diferente es probablemente la estética, la manera en que nosotros construimos esta tragedia, con los ingredientes del humor, de la televisión y en general lo que significa la tarea del artista, su solidaridad con lo que está pasando en amplios sectores de nuestra sociedad.

-¿Es para ustedes un compromiso social?
-No me gusta la palabra compromiso. Compromiso parece un anillo, un tipo de militancia intensa. Es más bien el deseo profundo de las personas de ser solidarias con su propia gente. Nosotros utilizamos el teatro como tal, como un juego infantil, ni siquiera nos proponemos el mensaje. Lo que sí nos proponemos es mostrar las contradicciones.

-¿Se podría decir que les muestran su realidad, pero con otros elementos que hacen que no les duela tanto?
-Con la misma alegría que ellos tienen. La capacidad de fiesta de nuestra gente es increíble. Les falta de todo, y sin embargo, no va a haber para nada una idea cejijunta de la realidad. Hay alegría, hay dolor, hay música. Y es el lugar más culto de nuestra sociedad (se refiere a la Villa 21). Culto en el sentido de que hay gente de Paraguay, de Uruguay, de Chile, de Bolivia, una inmigración que es maltratada por el ejercicio permanente de la discriminación. Son personas que trabajan en negro, cuya capacidad productiva es desvalorizada, y no son pocas. Para un país que se declara públicamente progresista y luchador contra la pobreza como es Argentina, la cantidad de gente en esa situación, en vez de haber disminuido, sigue creciendo.

EL TEATRO NECESARIO
Naum Normando Briski es hijo de inmigrantes centroeuropeos (su padre era polaco y miembro del Partido Comunista) que llegaron a la Argentina a principios del siglo pasado. Nació en la provincia de Santa Fe, “al lado del Paraná: el mismo río que viene por acá primero”, explica el actor, que no conocía Paraguay antes de esta breve visita.
En la década del 70, Briski fundó el Grupo Octubre, probablemente una de las experiencias de teatro popular más importantes del continente, en la que combinaba el arte con la militancia política, a través de la implementación del socialdrama. Brazo Largo y Miguelitos son las versiones que vendrían después, con otros nombres e integrantes, pero con el mismo espíritu movilizador. Son más de cuatro décadas con este tipo de propuesta social, “el teatro necesario”, como él lo llama.

-¿Qué lo llevó a trabajar tanto tiempo con este género, si se le puede llamar así?
-No soy amante de los géneros. Mujeres-hombres, Boca-River, esas cosas binarias a mí no me caen bien, pero parece que a veces es bueno dividirlas para ponerlas debajo del microscopio. Yo me dedico a todos los teatros que me lleguen a entusiasmar. En mi teatro, que se llama Calibán, el grupo tiene un aire de experimentación tipo laboratorio, que es todo lo contrario a lo que significaría el teatro de mayorías. Y lo veo tan interesante como el otro.
Creo que el teatro popular lo que tiene es que es más jubiloso, es más para crear la fiesta. Y el otro teatro puede ser para pensarlo más. Pero no tengo una preferencia. Yo soy un entusiasta de las maneras o las estéticas del teatro que me permitan jugar. De afuera te quieren definir: “Sí, Briski es para el teatro popular”, pero no es así. Siempre te quieren meter en algún casillerito.

-Y usted no quiere entrar en ninguno...
-No me meto, directamente. Los otros podrían decir: “Briski es un actor profesional del cine y de la televisión argentina”. Y lo soy. Pero no me encasillen tampoco, porque hay muchas cosas que siento que esos medios tienen como poder y como defecto, como falencias. Cada uno de esos lugares tiene su contradicción propia.
Es como si me preguntaran: "¿Qué te gusta más jugar, al fútbol o al básquet?”. Si hay tantos juegos, por qué agarrar uno solo. Pasa que cuando uno es bueno en alguno de esos juegos, ahí lo institucionalizan: “Quedate, te vamos a pagar más, vos sos el único que puede hacer ese gol”. Te quieren atrapar. Pero, mientras yo pueda sostener mis aspectos infantiles, no me voy a institucionalizar en todas esas maneras de jugar que son lindísimas.

-¿Cuál es la virtud del teatro que más lo atrae?
-El teatro para mí es un juego que tiene virtudes enormes. La imprevisibilidad es una de ellas, sin dudas. Y es una de las virtudes que yo tendría como guía: cómo hacer que una situación sea imprevisible, en términos de dónde va a tensionarse o a relajarse, por ejemplo. Para mí la base del juego del teatro es la improvisación.

-¿Tiene algún lado difícil el teatro popular?
-Hay un esfuerzo más grande en términos físicos, empezando por el esfuerzo sobre el primer cuerpo del actor, que es la voz. Un actor de teatro popular debe tener una muy buena proyección de la voz. Bueno, ahora hay instrumentos técnicos que ayudan con eso, pero nosotros tratamos de evitarlos. No por la repulsa hacia el uso de la tecnología, sino que la tecnología aparece en el oído como tal: un actor que está hablando con micrófono se siente como algo artificioso y hay una lucha contra la máquina, que hace que el producto ya tenga como gusto a góndola.
Siempre parece que la gente que hace teatro popular tiene ya como una vacuna frente a los progresos que signifiquen tecnificar la artesanía de esa fiesta. A mí me enseñaron mucho sobre la búsqueda de un teatro hecho con las manos de los actores.

ALLÁ LEJOS

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Norman Briski estuvo hace unos días en Asunción, con su grupo de teatro Miguelitos, Presentaron “La empanada verde” una obra de teatro popular.

La militancia política de Briski en el peronismo de base, en una época de autoritarismo, no pasaría desapercibida ni gozaría de impunidad. Luego de soportar un atentado de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en 1974 y recibir amenazas, se vio obligado al exilio durante diez años.

-Muchos años sintiéndose extranjero, ¿no?
-Bueno, yo soy hijo de extranjeros exiliados, soy segunda generación de exiliado. Directa o indirectamente, mis padres me comunicaron todo lo que significó para ellos estar en Europa central y terminar en Sudamérica. O sea, a diferencia de muchos compañeros que estuvieron en el exilio, yo tenía muchas más herramientas para la adaptación o el sometimiento a lo que significaba estar en lugares lejanos.

-¿Qué le dejó el exilio en términos positivos?
-Yo digo que fue la universidad de mi vida, aunque duró un poco más que una carrera. El exilio tuvo características de todo tipo, pero resumir esa experiencia me parece que no es abreviar, sino simplicar, entonces ya estaríamos lastimando la historia. Hay tantas cosas que pasan al no estar en el lugar donde uno tiene a su gente querida, sus amigos. Es un fenómeno muy doloroso, hay un desprendimiento de la pertenencia. Y al mismo tiempo, estás todo el tiempo observando otras sociedades, otro tipo de estéticas, otras maneras de pensar. Tengo tantas anécdotas, que estoy con una plenitud de cuentos ahorrados.
Y también el contacto con la filosofía, que yo nunca había previsto que iba a ser una amiga en los tiempos que te da el exilio, que es un tiempo de lectura también. Por ejemplo, conocer a Deleuze (Gilles), a Grotowski (Jerzy), todos desarmadores de un teatro conductista.

-¿Cuál cree que es el principal desafío de un actor, hoy?
-El desafío creo que es, justamente, desafiar. Y desafiar quiere decir subvertir, ser subversivo. Decir: "¿Cómo es esto?”. Vamos a ver si lo podemos pensar de otra manera. Vamos a ver si lo podemos hacer de otra forma. Vamos a tratar por lo menos de agitar. Yo llamaría a lo que hago, teatro que agita, que azuza.

-De hecho, usted es considerado un rebelde...
-Yo no me propongo ser rebelde. Me parece que cuando uno está curioso, cuando uno está con ganas de vivir, es rebelde. Y el teatro siempre ha tenido una clave rebelde en toda su historia. Pero también hay un teatro conservador, un teatro retrógrado, un teatro reformista. Para mí, la esencia es la búsqueda de emanciparse. El teatro será liberador o no será nada. Será emancipador o no será nada. Emancipador en el sentido de que cada persona en su propia problemática esté buscando liberarse. Y como las nuestras son sociedades capitalistas, sociedades sujetas a Dios, etcétera, me parece que el teatro es un muy lindo elemento para cuestionar todas estas cosas de sujeción, de dependencia. Eso no quiere decir que es revolucionario, simplemente que acompaña a todo lo que signifique encender un poco más la luz. Aunque un amigo me diría: “Para eso hay que comprarse una linterna”.

Texto: Silvana Molina / Fotos: Fernando Franceschelli.

El maestro
Norman Briski es maestro de teatro desde hace más de 40 años. Fue nominado cinco veces al Premio Martín Fierro por sus actuaciones y lo ganó en dos ocasiones. Obtuvo el Premio Clarín a la Mejor Obra Teatral en el año 2011, por Rebatibles, y su trabajo de dirección en El barro se subleva le valió varios Premios Teatro del Mundo. El Instituto Nacional del Teatro (de Argentina) lo acaba de galardonar por su trayectoria teatral.
Hace 28 años fundó el Teatro Calibán, que sigue en funcionamiento y donde se desempeña como maestro. Tiene editados seis libros de teatro, una novela y acaba de publicar —junto al periodista Carlos Aznárez— su autobiografía política.
Tiene tres hijos (un hombre y dos mujeres) y en pocos meses será padre de gemelos.