Hay dos formas de vivir la vida: como espectadores o protagonistas. La primera se sustenta en la comodidad y el miedo a perder el control de las cosas; temor a salir de nuestros esquemas y planes.
Es algo casi natural o instintivo, digamos. Se trata solo de cumplir con lo mínimo; el resto pasa automáticamente a ser problema del Estado, del sistema o de los demás ciudadanos; quizás del vecino, pero no mío. “Seguro que habrá alguien que le ayudará”, expone uno con frecuencia cuando está en ese tentador “modo observador”.
La segunda forma está marcada por el riesgo. Porque cuando uno dice “aquí estoy, yo lo puedo hacer” o “yo podría darle una mano”, se lanza a una aventura, y lo bueno de esas es que están llenas de emociones y alegrías, dolores y desencantos; es decir, cargadas de vida. Al final, ese es el punto. Ser protagonistas es la posibilidad de vivir, diríamos.
Es como el caso de dos jugadores de fútbol ante un partido con pronóstico reservado; uno elige ingresar al campo de juego, y el otro opta por quedarse en las graderías, para evitar la fatiga, la crítica del público, y, además, no exponerse al dolor o la rabia que produce una derrota; algo siempre posible.
Al final de la jornada lo más probable es que el jugador cansado y lastimado, con la remera sucia y quizás hasta abucheado, haya disfrutado y aprendido mucho más que su colega y compañero.
Y ser protagonista no pasa por una especial capacidad intelectual o de gestión, de recursos económicos o liderazgo. Es cuestión de libertad, uno decide intentarlo cada día. No se trata de crear grandes obras, sino de responder a esa realidad que vive y le toca enfrentar, partiendo de esa inquietud latente que tenemos todos de dar siempre un paso más, de descubrir algo distinto, de avanzar; incluso movidos por esa insatisfacción que nunca deja de aparecer, también en pleno bienestar.
Y en medio de esta pandemia muchos están demostrando que es posible serlo, con lo que se tiene a mano. Es el caso de Nacho Masulli, un joven de 18 años, que, junto con su madre, prepara comida y colecta insumos para llevarlos a los hospitales para los familiares de los enfermos de Covid-19.
O el de Édgar Da Costa, quien con un grupo de amigos conforma la organización Padrinos para salvar vidas, para colectar medicamentos para los afectados por el coronavirus. Al igual que la sicóloga Esperanza Stumpfs, quien ante la realidad de miles de paraguayos que atraviesan por el dolor de la muerte de un ser querido impulsa un grupo de apoyo abierto. Así como el grupo de jóvenes investigadores universitarios que desarrollan el proyecto para aplicar inteligencia artificial respecto a la efectividad y validación de medicamentos contra el Covid-19.
Pero también lo son los padres de familia, quienes en medio de la modalidad del home office, con esfuerzo y creatividad, realizan labores de la casa y la oficina en forma simultánea, así como las maestras que asumen en primera persona el desafío de llegar lo mejor posible a sus alumnos con las herramientas que tienen. Al igual que aquellos médicos y enfermeras que, a pesar del cansancio y miedo, buscan mantener una mirada humana y digna con cada paciente que reciben. Y también se vuelve protagonista aquel enfermo que, viviendo una experiencia de fe, ofrece su dolor por un ideal mayor.
El protagonismo saca a luz potencialidades opacadas y hasta desconocidas, y marcan la diferencia, generando un cambio y también esperanza. Como lo expresa poéticamente el cantautor argentino Fito Páez, en su bella canción: “Quién dijo que todo está perdido, yo vengo a ofrecer mi corazón”.
Y cada uno puede hacerlo en el lugar que le toca, con propios y extraños, evitando el quedarse ajenos y fríos. Y en este punto vale la pena “dejarse molestar” por personas o circunstancias que invitan a dar el paso en el riesgo. Podría ser una elección incómoda, pero, sin duda, saludable y siempre necesaria.