16 abr. 2024

¿Cómo nos ven desde afuera?

Fue muy desafortunado leer días atrás cuál es el rasgo con el que mejor nos definen fuera del país. Esta vez no hizo falta que el águila del norte califique como “significativamente corruptos”, a líderes del Partido Colorado. Fue aquí cerca nomás, cuando de vuelta nuestros vecinos de la región nos obligan, con una designación poco feliz, a mirarnos en el espejo como sociedad.

Un artículo de un periódico uruguayo transcribió una entrevista en el que un ciudadano de ese país criticaba la gestión de un político local, llamado Enrique Antía. El entrevistado se llama Martín Pittaluga, un típico emprendedor de costa que explota una posada turística, quien se refirió en tono peyorativo hacia nuestro “modo” de hacer las cosas. “Como si estuviéramos en Paraguay, en una republiqueta, me extraña que un hombre diga algo así, que un político diga algo así, los uruguayos respetan las normas y las ordenanzas”, dijo.

En otras palabras, a Martín el primer país que le vino a la mente para graficar la trampa fue Paraguay.

Mal haríamos en enojarnos, dado que el agrio comentario pinta de cuerpo entero solo uno de los rasgos con que hoy caracterizan desde afuera a nuestro país.

Podríamos hacer todo un listado de algunos aspectos que si tuviéramos una varita mágica, borraríamos de nuestro comportamiento en sociedad. Mucho se ha hablado de la corrupción, que el paraguayo es corrupto por naturaleza, que su coyuntura y el sistema abonan el camino para impere todo tipo de fechorías, en fin. Pero tal vez tan dañina como la corrupción pública y privada, es la prepotencia. Entrelazadas ambas forman un cóctel molotov con efectos a la orden del día. Ejemplos abundan.

En la ciudad, quien no fue testigo acaso de alguna bravuconada en la calle protagonizada por agentes de tránsito que buscan facturar. En cambio, nadie hace respetar los derechos del peatón cuando uno ya se dispone a cruzar la calle. En el campo, en general, la máquina adquiere más derechos que los que labran la tierra. Ejemplo, taladoras y cosechadoras de soja llevándose todo por delante; avionetas que sobrevuelan escupiendo insecticidas indiscriminadamente.

En tanto esta situación de corrupción e insensibilidad social se acumula y avanza, mucha gente toma la decisión drástica de irse. Una connacional que vive en España con su familia, en una entrevista me dijo que su exilio económico se debió a que el sistema de salud de aquí no ofrecía estudios que su hijo precisaba con urgencia y buscar en el sistema privado no era opción. Historias como este abundan en un país donde la injusticia está institucionalizada.

Mientras tanto, ajenos a la realidad, en lo más alto del poder, los vicios no parecen tener fin. Casi de manera periódica, muchos de nuestros “líderes criollos”, realizan sus medidas gubernativas en función de ellos mismos. Justifican sus abusos reivindicando que fueron puestos por voluntad popular. Plantan esa trampa conceptual para proceder al autoaumento de salarios a costas de impuestos, confeccionar de leyes a medida, obrar con nepotismo. También abren la canilla a los leoninos contratos del estado.

Cuando más poder acuñan los dirigentes y dinero tienen para la repartija, las barreras que se creen, las más fuertes contra el autoritarismo y la prepotencia sucumben, incluso las de orden constitucional. El fiel reflejo de las aguas negras de la política fue lo que un poderoso grupo político con tentáculos en todas las esferas, intentó realizar entre marzo y abril de 2017, cuando se quiso cambiar casi por asalto la Constitución por vía de la enmienda, una aventura que hasta dejó una víctima fatal.

El rasgo de hacer las cosas a nuestro modo, es decir, con prepotencia, no nos servirá –por ejemplo– cuando nuestros gobernantes deban buscar un acuerdo paritario para Itaipú y Yacyretá.

Debemos empezar a cambiar la ley del mbarete por la del diálogo, la razón. Si no arreglamos lo básico en casa, damos motivos a los vecinos para que hablen mal de nosotros.

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