05 oct. 2025

Cerrado por duelo

Cuando estas líneas se escriben, la Confederación Sudamericana de Fútbol (CSF) acaba de anunciar que el partido de vuelta por los octavos de final de la Copa Libertadores, entre Fluminense y Cerro Porteño, que debía disputarse el martes 20 de julio, en Río Janeiro, será aplazado para el martes 3 de agosto, en la misma ciudad. El motivo: la muerte en un accidente automovilístico de Alexandro Arce Añazco, hijo del técnico del club paraguayo, Francisco Arce, ocurrida a pocos metros del Aeropuerto Internacional Silvio Pettirossi, en Luque, Paraguay.

El año pasado, durante el parón del torneo Apertura por el brote pandémico, entrevisté telefónicamente a Chiqui para estas páginas. Fue una entrevista larga, amenísima, sensible, sobre todo, acerca de su etapa como jugador de Cerro Porteño, Gremio, Palmeiras y la Selección Nacional. También habló del presente, de su ser entrenador al frente de un grupo de personas, de subjetividades diferentes. Entonces, Arce no estaba ni mucho menos afirmado en el puesto del Ciclón, pero en abril del 2020 consideraba provechoso parar la pelota por la pandemia para que sus dirigidos, dijo, incorporaran la “idea”. Meses después la “idea” convertiría a Cerro en campeón, luego de tres años.

El fútbol —contó Chiqui entonces— forma parte de su vida desde que nació: al igual que otros grandes, su casa materna estaba ubicada frente a una cancha, la del 15 de Mayo de Ñuatî, Paraguarí. No guarda en su memoria una época que no esté asociada a un balón, por ende.

Por eso, en una de las escasas decisiones sensatas de la dirigencia del fútbol sudamericano en los últimos tiempos —la misma que organizó la Copa América hace poco, a las volandas y por la presión del dinero multinacional, en un país con medio millón de muertes por Covid-19 y una crisis social y política permanente—, que la pelota se detenga, que el partido sea aplazado por duelo, por respeto de las partes involucradas, de los hinchas, de la sociedad, en síntesis, a la trayectoria profesional, ética y, más que todo, al lado humano de Francisco Javier Arce, es un hecho atinado y justo.

La imagen de un padre en la calle en tránsito de reconocer el cuerpo sin vida de su hijo, esa tristeza infinita no debería suceder nunca, eso lo sabemos. Es un dolor que, además, dudo debiera hacerse público como se ha hecho y se hace. Sin embargo, ahí estaba Chiqui en las imágenes de la autopista en Luque, con la estoica entereza de alguien que también se permite a menudo —como no suele suceder en el fútbol paraguayo— tanto la reflexión melancólica como la salida jocosa, a veces en el guaraní primerizo de su infancia.

En una parte no publicada de la entrevista a Arce, este cronista le recordó que cuando falló su penal en la definición del campeonato obtenido contra Olimpia en 1994 se echó a llorar y fue consolado por Carlos Gamarra. ¿Qué pasó por su cabeza entonces, con 23 años? Se puso serio, pensó un rato y dijo por teléfono: “Uf. Lloré porque fui el primero en patear, porque era una época muy difícil para nosotros en lo económico. Nosotros dependíamos del premio. El salario era muy bajo. Éramos jóvenes, era pasar las fiestas de una mejor manera, éramos muy unidos como grupo y justo yo la estaba cargando. Todas esas cuestiones te vienen a la mente en ese momento. Y lloré”.

La grandeza de alguien sensible, solidario con los suyos, honesto en la profesión es algo que se agradece en el fútbol, que es como decir en la vida. Esto más allá del fanatismo emocional inherente a este deporte y a su entorno cada vez menos tolerante con los errores, con la esencia finalmente humana de toda actividad. Para el fútbol, aunque sea por una semana y en un partido, es un acto necesario de humanidad el que la pelota no ruede por duelo, precisamente para los tiempos de duelo permanente que corren.

Nuestros sinceros pésames al Chiqui y a su familia.