20 abr. 2024

Brasil y el laboratorio fascista

El 8 de enero pasado Brasil vivió su propia experiencia fascista de inspiración trumpiana, cuando miles de manifestantes AEC extrema derecha coparon la plaza de los Tres Poderes de Brasilia pidiendo un golpe de Estado militar y, después, invadiendo los edificios gubernamentales a la manera del asalto al Capitolio de Washington, en otro enero de violencia política de dos años atrás.

A pesar de que, ante la virulenta respuesta posterior de los organismos de seguridad brasileños, los bolsonaristas se han parapetado en una actitud victimista típica del neofacismo actual (que se autodenomina libertario, entre otras etiquetas, cuando no es más que elitista), no debería haber margen para la duda en Lula da Silva en cuanto al bloqueo específico y efectivo de estos grupos violentos, predicadores de un odio de clase colonialista, racista que está en la base —hay que decirlo— del poderoso movimiento conservador del —también hay que decirlo— cobarde Jair Bolsonaro: No solo no estuvo presente en el traspaso de mando a Lula, demostrando el mismo desprecio por las instituciones liberales de que hizo gala durante su gobierno, sino azuzó desde una aséptica distancia de varios miles de kilómetros los desmanes golpistas de sus seguidores, cuando antes había desconocido la victoria de su rival político e impugnado el sistema de votación que a él mismo llevó al poder en 2018.

Según publicó el periódico uruguayo Brecha, para el historiador Odilón Caldeira Neto, coordinador del Observatorio de la Extrema Derecha, centro relacionado a la Universidad Federal de Juiz de Fora y al Consejo Nacional de Desarrollo Científico y Tecnológico, “no es apenas un mero fanatismo el que lleva a esas figuras a emprender una invasión y depredación de predios de este tipo”, sino que “este atentado está inscripto dentro de una estrategia de la extrema derecha. Más allá de figuras radicalizadas y fanatizadas, existe una estructura política que les da base”, afirmó Caldeira Neto.

Bolsonaro, como Trump pero con mayores ventajas organizativas que el ex presidente norteamericano, mantiene intacto su aparato político ampliamente relacionado con elementos fascistas de la Policía y de las Fuerzas Armadas, del sistema judicial y, además, de las milicias de las grandes ciudades. Es decir, maneja literalmente un peligroso poder de juego que, ante una sociedad polarizada, puede ser utilizado de manera catastrófica hasta arrastrar a Brasil, por qué no, a una guerra civil.

Llegado a este punto me gustaría decir algo: La crisis del capital del 2008 hasta hoy, en que se desarrollan tanto la guerra de Ucrania como los fenómenos de extrema derecha en Estados Unidos y Brasil, se parece por su duración, por su contexto, a la crisis de 1873-1896, bastante bien estudiada esta, por ejemplo, por el politólogo estadounidense Peter Gourevitch en Políticas estratégicas en tiempos difíciles (1993).

En aquel periodo se formaron los grandes partidos europeos del comunismo y la socialdemocracia y se sentaron las bases del fascismo político. En ese tiempo hubo un gran debate mundial sobre la “modernidad”, empujado por la Iglesia Católica, reacia a sacar sus crucifijos de las escuelas públicas. En ese periodo se dieron las grandes y basales conquistas obreras en el mundo capitalista. La clase obrera no estaba para nada relajada, pero había accedido a cosas que nunca antes tuvo. Esa crisis terminó ”resolviéndose” con la Primera Guerra Mundial. Después de esta, nada mejoró obviamente y, antes de que hubiera otra guerra planetaria, se la probó tecnológicamente en una guerra civil en España. Aquel laboratorio de hace un siglo puede ser hoy Brasil, como lo es Ucrania.

La crisis que comenzó en 2008 tiene, entonces, parecidos contextos y climas que los años que hay entre la Comuna de París y la entrada del siglo XX. Puede que sus efectos se repitan en la extrema derecha, esta vez sin un movimiento popular y democrático fuerte que le ponga límites políticos y culturales.

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