25 abr. 2024

Avanzando retrocedemos

Hace muchísimo tiempo atrás, allá por la mitad del siglo XIX, a Ester Mochi, una diseñadora de vestuario de teatro, le diagnosticaron artritis reumatoide y tuvo que pasar muchos meses postrada en cama.

Su marido, Antonio Meucci, ideó un aparato para comunicarse con ella y a la par seguir trabajando en su taller, que estaba en la planta baja de la casa.

Esta necesidad de cuidar a su esposa lo llevó , tras muchos años de trabajo, a comprender el proceso de transferencia de voz a través de ondas electromagnéticas y comenzó el diseño de un dispositivo que podría ayudar a la comunicación rompiendo las barreras para llegar a ella.

Para 1870 ya había dado un paso más. Le salió bien un experimento en el que se comunicó una voz humana a un lugar situado a más de mil kilómetros de distancia con el cobre como conductor. A este dispositivo le llamó teletrófono.

En 1876, Alexander Graham Bell registró un invento, que no era idéntico al de Meucci, pero que se llamaba igual: “telégrafo parlante”.

Se suscitó una guerra de tipo legal de años para determinar quién de los dos era el padre de esta criatura, que con el paso del tiempo pasó por significativas evoluciones y ramificaciones.

Hoy, la telefonía, en todas sus variantes –como diría Jorge Drexler– rebasó el terreno de la comunicación y se convirtió en un objeto de primera necesidad, al nivel del alimento y del agua. Con el advenimiento de la tecnología celular, la fusión con internet y la inagotable fuente tecnológica que se renueva día tras día, el teléfono pasó a ser como una extensión del cuerpo de millones de personas.

En estos días que corren basta con tocar correctamente la pantalla táctil para interactuar con el mundo entero. Un teléfono, en esta era, nos acerca a las personas que están lejos. Mas, lastimosamente, nos aleja de las que están cerca.

El aparato que surgió por la necesidad de comunicar se está pasando al bando enemigo, en la vereda de la incomunicación.

“Me cansé de estar hablando de asuntos que a mí me apasionan ante muchachos que no pueden despegar la vista de un teléfono que no cesa de recibir selfies”, dice un trozo de la carta que escribió el periodista y escritor uruguayo Leonardo Haberkorn, para hacer pública su renuncia a las clases de comunicación que dictaba en una universidad de Montevideo.

El profesor descargaba su impotencia y su resignación, admitiendo su derrota en la pelea contra los celulares, contra WhatsApp y Facebook, para obtener la atención de sus alumnos. Se quejaba de que el teléfono les sacó la curiosidad, que tanto bombardeo de información recibida cada día los llevó a estar desinformados. Que esta obsesión por revisar cada segundo este aparato los lleva a la incultura, el desinterés y la ajenidad.

El mal uso de esta herramienta lleva a millones de personas a venerar su smartphone y a tenerlo como único camino, cuando en realidad es un atajo.

En una sociedad apática como la nuestra, a la que no le mueven ni la indignación, ni el hambre, ni la bronca, el teléfono está cumpliendo un rol de pastilla anestésica. Las protestas se realizan en los muros de los lamentos virtuales, que son tantas que terminan perdiéndose en la multitud de memes.

A muchos los vuelve irrespetuosos, les quita la posibilidad de hablar con las personas, prestando la atención debida, de cultivar la empatía.

Los inventos nacieron ante la necesidad de hacernos la vida más sencilla, para abrir caminos que nos permitan avanzar. Están a nuestro servicio, o deberían de estarlo. Cuando pasa lo contrario, y hay seres humanos serviles a un aparato, ensimismados como ermitaños digitales, es señal de que hay que estar alerta porque se está equivocando el rumbo.

Significa que, por mucho que creamos que estamos avanzando, en realidad, estamos retrocediendo.

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