Cuanto más conciencia histórica y cohesión social tenemos en la comunidad, más valoramos el sacrificio que ha costado nuestra esperanza como nación y más dispuestos estamos a honrar esas acciones y esa virtud heredadas.
A diferencia de lo que proponen algunos desamorados, al querer derogar nuestra identidad nacional a fuerza de leyes exóticas, de relecturas y omisiones del pasado, de la implantación sistemática de un complejo de inferioridad cultural o a través de planes seudo-educativos empaquetados que, en vez de fortalecerla, incuban la duda sobre la propia identidad (sin responder a la genuina y necesaria pregunta) desde la más tierna edad.
Es lógico que quienes quieren manejarnos como masas amorfas y dóciles rebaños sin identidad, necesitan borrar nuestra memoria. Porque, a medida que conocemos el ayer, entendemos el hoy y esperamos con más apertura el mañana. Esto no es utopía ni somnolencia idealista, o ¿qué significó, por ejemplo, la vida de un José Eduvigis Díaz Vera y Aragón, joven campesino, inteligente, valiente y heroico, que plantó cara por el Paraguay en la derrota y en la victoria, en la tragedia y en la gloria, en la vida y en la muerte, a sabiendas de la desproporción de fuerzas y la intención genocida de los atacantes de su patria en la Guerra Guasu? Ayer 22 de setiembre, esos paraguayos de a pie lo recordamos con nostalgia y admiración. Incluso nos conmovimos cuando hace unos días, niños de una escuela de la Ciudad de la Plata de San José, Uruguay, hicieron llegar su pedido de disculpas al pueblo del Paraguay, por intermedio del Embajador, por haber participado su país de aquella perversa Triple Alianza que enlutó a tantas familias paraguayas en el siglo XIX.
Sí, el Ára Pyahu es algo más profundo que disfrutar de una soleada primavera y ya. Rehuyendo de todo compromiso se anula también toda trascendencia y se pierde el sentido de la vida. No es sabio ni razonable que por temor al sacrificio renunciemos a la felicidad.
Pero, ¿quién es capaz de hacer sacrificios en su vida presente para heredar un futuro mejor a los que vienen después, si no tiene el sentimiento profundo de pertenencia a una comunidad, que va más allá de un colectivo masificado o de un individualismo aislado? Por eso, hace falta tomar en serio y resguardar el significado de la vida comunitaria que nos caracteriza, el jopói, los auténticos valores de amor a la naturaleza, apertura a la vida, respeto por la familia como institución básica, unión entre fe y razón, sentido común, y honra a los antepasados y a la patria.
La trampa de desechar por completo el pasado porque tiene elementos que nos avergüenzan, está en que el futuro de verdad se forja mejor en los aprendizajes que nos brinda el tiempo ya vivido. Ojalá se despabilen los jóvenes y rechacen la pasividad consumista y el pesimismo que les implanta el poder que tira los hilos culturales posmodernos, ocultándoles o desmeritando su historia y su comunidad. Lo que está en juego es la conformación de su misma estructura antropológica, su dignidad de personas. ¿Sabremos contrarrestar los padres los métodos de estupidización colectiva a los que se intenta someterlos, para llegar a compartir con los jóvenes nuestra bella herencia cultural? Es su derecho y nuestra responsabilidad.
La cultura ancestral guaraní coincide con nuestro paradigma cristiano en la búsqueda esperanzada y a la vez realista del Yvy marane’y (Tierra sin mal). Aprendamos de ellos a reverenciar el Ára pyahu como oportunidad de demostrar respeto por los mayores y por la naturaleza, que es un don valioso, teniendo conciencia de que las semillas del ayer, son las plantas que florecen hoy, y que darán frutos mañana. Vale la pena recibir el Ára pyahu con identidad.