Por Silvana Molina / Fotos: Javier Valdez.
"¿¿Cómo dijiste??”. Sin perder la compostura, la mujer pone cara de sufrimiento y entonces el alumno repite la frase —en voz más baja—, ya con la sospecha de haber dicho algo incorrecto. La expresión facial de su interlocutora no hace más que confirmarlo. “Eso me golpea los tímpanos”, dice la profesora —cual actriz sufriente en el escenario áulico— y pasa a explicar por qué y cuál es la forma adecuada de decirlo, con una elegancia digna de una reina. El histrionismo y la ironía siempre estuvieron presentes en las clases de Estela Victoria Appleyard de Acuña, más conocida como Inca.
Rigurosa y perfeccionista, no en vano la firma de esta maestra y profesora de Castellano era una de las más codiciadas en las libretas de calificaciones de la universidad, donde esa rúbrica significaba la habilitación para rendir el examen final. A sus 80 años menos uno —como ella dice—, esta señora no ha perdido un solo ápice de su prestancia y lucidez. Y charlar con ella es seguir recibiendo lecciones... de vida.
—¿Tuvo contacto con los libros desde pequeña?
—Sí, en casa se leía mucho. Papá y mamá se turnaban para leernos a la noche. Además, todos los días nos quedábamos (ella y su hermana menor) con papá en casa, y mientras él hacía sus trabajos, nosotras le teníamos que devolver la historia que él nos había leído la noche anterior, contarla con nuestras palabras. Por lo general eran los cuentos de Grimm, de Andersen o pasajes de la Historia Sagrada.
Ya cuando fui más grande, el día en que terminé el 5.° grado, papá me regaló una colección de novelas de autores famosos: 22 tomos de escritores universales. Los libros siempre estuvieron presentes en casa.
—¿Por qué decidió ser maestra?
—Yo solía decir que quería ser bachiller, pero ni sabía lo que era eso. Y mi papá me decía: “Tenés que ser contadora”. Y mamá: “No. Ella va a ser maestra, porque la maestra es dueña y señora en su aula, y si es buena, es respetada”. Finalmente, ella me inscribió en la Escuela Normal de Profesores n.° 1 Presidente Franco. Y por lo visto era mi vocación.
NO CUALQUIERA
Para ingresar a la Escuela Normal de Profesores había que tener un promedio mínimo de ocho. Inca ingresó con 10 y la carrera duraba cinco años. El primer año era un curso preparatorio muy exigente, una especie de cedazo que solo retenía a los más capaces.
“Teníamos doble escolaridad. A la mañana dábamos clases académicas en la Escuela de Aplicación. Y a la tarde observábamos dos o tres clases y teníamos que relatar eso: lo que decía la maestra, lo que hacía el alumno, evaluar y poner nuestras conclusiones. Y se nos calificaba. Un año entero observando y criticando. Y después, del primero al cuarto año, no había un solo día en que no practicáramos dando clases.
Luego, en el turno opuesto dábamos Castellano, Aritmética, Matemática, Geometría, Física, Puericultura, Sicología Evolutiva, Sicología General, Historia del Paraguay, Historia Americana, Historia Universal. Teníamos que salir bien formadas.
—Una preparación muy diferente a la de ahora...
—No hay que decir que todo tiempo pasado siempre fue mejor. Pero que la formación del maestro antes era superior a la de ahora, sí, era superior.
Los nombres de numerosos profesores siguen nítidos en los recuerdos de Estela de Acuña. Todos ellos dejaron su impronta en esta maestra que supo tomar lo mejor de cada uno para moldear su propia identidad como docente. “Yo la veía, por ejemplo, a una Argentina Gabina de Aguirre siempre impecable. Profesoras como Juana Merlo, Dominga Silvero, América Sciotti de Escribano. Recuerdo a una Wilfrida Duarte de González, que fue la directora de la Normal durante mucho tiempo. ¡Qué prestancia! Nunca se salía de sus casillas, pero cuando te iba a decir una cosa, lo hacía con una ironía que te llegaba al fondo, sin descomponerse. O Herminia de Brix de Fernández, nuestra profesora de Didáctica y Geografía; ella era tan chiquitita, que nosotros le decíamos
—¿Y cómo eran en cuanto a contenido académico?
—Creo que en toda mi carrera habré tenido solo tres o cuatro profesores que no eran buenos ejemplos. Después, todas eran personas que dominaban su materia, exigentes consigo mismas. Entonces, podían exigirnos a nosotros.—¿Le parece que el maestro perdió prestigio?
—Sí. Yo creo que esto comenzó con el Gobierno de Stroessner, cuando desaparecieron las escuelas normales y aparecieron los institutos de formación docente. Especialmente con la reforma de 1956, en que apareció la Escolar Básica. Por lo tanto, al terminar la primaria, uno tenía que elegir entre el bachillerato, comercio o magisterio. Entonces el magisterio ya no era de cinco años, sino de tres. Aun así, todavía las maestras tenían una buena formación, porque daban la parte académica y luego tenían prácticas de clase en el turno opuesto. Pero después se redujo el tiempo de preparación, cuando se implementó la formación docente solo de dos años, luego de terminar el bachillerato.Por otro lado, se comenzó a mirar números: cantidad y no calidad. Se hablaba de “tantos maestros egresados”, pero, ¿qué calidad de maestros?
Conozco a una persona que siguió formación docente. Tenía clases solamente los sábados de mañana. Yo no sé en qué momento hacía práctica docente, en qué momento daba las asignaturas académicas. Esta persona hoy enseña Castellano... y asesina el idioma.
—¿Cree que hay menos vocación hoy?
—No hay vocación. Se trabaja por el sueldo, como puedo hacerlo yo como dependiente de un negocio, con todo el respeto que me merecen los que hacen esa labor. Hay que tener en cuenta que existen profesiones que requieren una profunda formación, pero que también son apostolados, porque vos estás trabajando con la gente: el magisterio, la medicina, la enfermería. Yo siempre digo: si un médico hace un mal tratamiento, el paciente muere; si un maestro hace una mala formación, el exalumno anda suelto por las calles, como delincuente o lo que sea. El médico mata personas, el maestro las deja vivas, pero, ¿con qué consecuencias?No se puede ir al magisterio solo porque es una forma de ganarse la vida. Al magisterio hay que ir porque uno está convencido de que va a formar per-so-nas (lo dice así, marcando cada sílaba) y de que va a cambiar la sociedad.
Una vez, una alumna de un cursillo me dijo: “Yo pues no sirvo para nada, entonces voy a seguir formación docente”. Fue como una puñalada. Y esa es la historia de muchas de las profesoras que tenemos: “Yo no sirvo para nada, entonces me voy a hacer maestra”.
—La falta de tiempo y los bajos salarios son argumentos muy invocados últimamente...
—Te voy a decir una cosa: en la época de Stroessner, nosotros cobrábamos con tres y hasta cuatro meses de atraso. Yo tenía compañeras que vendían su sueldo a usureros porque tenían que cumplir con sus compromisos. Pero eso no hacía que fuéramos malos maestros ni tampoco que estuviéramos mal puestos. Teníamos amor propio. Pero ese amor propio bueno, no la soberbia ni el egoísmo. El quererse a uno mismo, que es el punto de partida para querer a los demás. CON WIFI Y WHATSAPPA sus 79 años, esta señora no se pelea con la tecnología, al contrario, aprendió a utilizarla a su favor. “Es una herramienta que me facilita el trabajo. Las maestras me envían sus planes por correo electrónico, y me es mucho más fácil hacer un comentario en la computadora que estar escribiendo a mano, por ejemplo. O si tengo que presentar un libro, necesito información y me es útil internet. Claro que hay cosas que no manejo y que aún me niego a usar, como el Facebook. Pero sí utilizo celular y WhatsApp, más que nada para estar en red con mi gente, en el colegio cuando tengo cosas que comunicar. Para macanear, no”.
—¿Qué piensa de la incidencia de la tecnología en la educación?
—La tecnología es buena y es una aliada para las clases. Lo que no es bueno es el mal uso y el abuso, la adicción, porque entonces la gente anda enajenada, no vive su realidad.Inca también trata de que en el hogar la tecnología no sea un obstáculo. Muestra una mesa de su sala y ejemplifica. “Esta mesa es extensible. Los sábados, aquí la usamos y ponemos otras dos redondas, porque vienen a comer mis hijos y mis nietos. A veces estamos entre 20 ó 22 personas. Y ellos saben que, durante el almuerzo en casa de abuela, el celular no se toca. Podemos hablar, pero eso de estar metidos en el celular, no. Yo les digo: ‘Es el único día en que ustedes vienen y yo quiero que estén conmigo, que conversemos’. Es difícil, pero por lo menos cuando estamos todos juntos en la mesa se cumple”.
—Hay padres y padres. Todavía tenemos papás y mamás que no saben que su responsabilidad es formar. Desde luego, la mujer tiene sus reivindicaciones. Yo también trabajaba y lo hacía de mañana y tarde, y a veces estudiaba de noche. Y había días en que tenía alumnos particulares otra vez en mi casa. Pero siempre encontraba un tiempo para estar con mis hijos.
Yo llegaba y les preguntaba: "¿Qué hicieron hoy en la escuela? ¿A ver los cuadernos? ¿Ya están listos los deberes? Revisaba: ‘Mirá, aquí hay errores’, les decía, pero no les mostraba el error. ‘Revisá, corregí y mostrame otra vez’”.
Les enseñaba que ellos tenían que arreglar su cama, ayudar a poner la mesa; no solamente lo suyo, sino para toda la familia. Y otro sacaba la mesa, y también había que barrer. A los chicos hay que darles responsabilidades, no solamente para sí, sino para la casa, para el común.
—¿Logró transmitirles el amor por la lectura?
—Así como mis padres hicieron conmigo, yo también les leía a mis hijos y hoy ellos lo hacen con mis nietos. Aprendí a leer a los cuatro años, andando por la escuela —donde enseñaba su madre— con mi hermana. Yo era la menor y siempre fui la bruja. Era muy traviesa, pero mi hermana era una santa.
Cuando mis hijos ya aprendieron a hacerlo, a la hora de la mesa tenían que contar qué leyeron y hablábamos todos sobre ese tema y de otras cosas. Era un momento fundamental.
Ahora, lastimosamente, las mamás trabajan, no comen en la casa. El hijo almuerza con la empleada o en el colegio, si almuerza. La madre llega cansada, el papá también. No pueden jugar con el hijo. No hay vida de familia.
—¿Le era posible separar su rol de maestra de su rol de madre?
—Yo creo que en la casa me sentía maestra y en la escuela me sentía mamá. Siempre.—¿Qué cosas habría que cambiar en la enseñanza?
—La cuestión de transmitir conocimientos sigue siendo algo importante. Pero, ¿qué pasa? Uno ahora aprieta un botón y tiene todo el conocimiento que quiera a través de internet. Lo que nosotros tenemos que entender es que el maestro es formador de conciencias. Entonces, tenemos que enseñarles capacidades, sí, pero también darles va-lo-res (vuelve a marcar las sílabas).En la sociedad en que yo me formé, eso reinaba. No digo que no había sinvergüenzas, pero eran señalados. Ahora el sinvergüenza es un gran señor, está en el Congreso, dictando leyes cuando todavía está evadiendo a la Justicia.
—Entonces la crisis fundamental hoy es la de valores...
—Sí. Vivimos en una sociedad individualista, hedonista y totalmente egoísta. Me dan pena los jóvenes de ahora, ¿qué modelos tienen? A lo mejor en la casa tienen un buen ejemplo, pero después, afuera, ven que la gente que actúa incorrectamente sigue tan campante. El mensaje que reciben es que las cosas se pueden conseguir rápido y sin mucho esfuerzo. Por otro lado, ven que al Gobierno no le importa mucho. Entonces, claro, están perdidos, no saben para dónde pegar.—¿Cuál es el lado poco grato de la enseñanza?
—El tener que aplazar a alguien, por ejemplo, duele. Claro que duele.—Sus exalumnos coinciden en que usted siempre fue muy estricta. Eso también le habrá ganado el descontento de muchos...
—Síii, seguro que sí. Te cuento una anécdota: un día, yo acababa de empezar como maestra en la Escuela de Aplicación, para formar practicantes. Y pasa una chica que se había aplazado conmigo en práctica docente, en el profesorado. Como ya no iba a ser mi alumna, dice fuerte como para que yo escuche: “Ahí está la de Appleyard con su cara de limón”. Claro, como yo la había aplazado, se vengó de mí. (Ríe).—¿Siempre disfrutó enseñando?
—Yo gozo enseñando. Ahora ya no estoy en el aula, pero tengo que observar clases tanto en primaria como en secundaria. Y a veces las maestras me dicen: “Profe, da pues vos tal clase”. Y entonces yo vibro. ¡Vibro!.................................................................................
Hija del sol
Muchos se preguntan el porqué del sobrenombre Inca. Ella misma lo explica: “Mamá era directora fundadora de la Escuela República del Perú y el embajador de ese país tenía una linda relación de amistad con las maestras. El 28 de julio, Día de la Independencia del Perú, mi mamá no apareció en la fiesta de la Embajada. El embajador preguntó por qué y entonces le contaron que ese día ella había dado a luz a una niña. Cuentan que él exclamó: '¡Una Inca!, una hija del sol visitó el Paraguay’. Al día siguiente salió un artículo en el diario La Tribuna con esa frase del embajador y una crónica de mi nacimiento. Después, él siempre le preguntaba a mi mamá por la Inca. Y así quedé. Tengo dos identidades: para algunos soy Inca Appleyard; para otros, Estela de Acuña”.
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De aula en aula
Estela Victoria Appleyard de Acuña estudió en la Escuela de Aplicación Celsa Speratti y se recibió de maestra normal superior en 1954. Tenía solo 17 años cuando empezó a enseñar, y lo hizo en un 5.º grado de horario nocturno, en la Escuela Brasil. Pero, paralelamente, siguió capacitándose y, en 1957, egresó de la Escuela Normal de Profesores n.º 1 con medalla de oro. Allí tuvo a su cargo la cátedra de Castellano y la Coordinación de Práctica en la Formación de Maestros.
Siempre ávida de perfeccionamiento, más tarde estudió Letras en la Facultad de Filosofía (UNA) y obtuvo el título de doctora. Fue profesora de Castellano y de Literatura en el Colegio Experimental Paraguay-Brasil y en Santa Teresa del Niño Jesús (Las Teresas). Enseñó Comunicación en varias carreras de las facultades de Filosofía, Derecho y Economía, de la Universidad Nacional de Asunción.
Aunque ya se jubiló hace más de 15 años, hoy sigue trabajando en el Colegio Las Teresas, pero como coordinadora del área de Lengua Castellana y Literatura. También es secretaria general de la Academia Paraguaya de la Lengua y miembro de la Comisión Nacional de Bilingüismo.
Inca colaboró en dos publicaciones colectivas de poesía; es coautora del libro La palabra escrita del Paraguay y autora de Los errores nuestros de cada día, donde habla de los principales vicios del lenguaje observados en los medios de comunicación.
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El burro y el zapatazo
Tantos años en aula no transcurren sin anécdotas, como estas que Estela Appleyard comparte:—"Cuando yo era profesora guía, tenía a mi cargo un curso que era terrible, terrible. Un día miro el horario y me doy cuenta de que no vino un profesor. Entonces voy al aula y la encuentro cerrada. Abro la puerta y un zapato vuela y me viene directo a la cara. Como no estaba el profesor, las alumnas se estaban tirando con zapatos. Te imaginás cómo habrá sido mi reacción... nada suave”.
—"En un examen de Castellano, en la carrera de Periodismo, yo había puesto una fábula en la que aparecía la palabra jumento. De repente se acerca un alumno y me pregunta: ‘Profesora, ¿qué quiere decir jumento? ‘Burro’, le contesté. Y entonces me dice: ‘Sí, profesora, ya sé que soy burro, pero dígame nomás qué quiere decir jumento’. Con los examinadores nos costó contener la risa. Entonces le tuve que aclarar: ‘Pero, mi hijo, yo no te digo que vos sos burro. Jumento quiere decir burro’. ‘Aaaah’, me dijo”.
—"Cuando enseñaba en la facultad, había un curso en el que, cuando yo terminaba la clase, todos aplaudían. Decían que era porque les gustaban mis clases. ¿Qué mejor regalo para un profesor?”.