Esta semana, el presidente de los Estados Unidos, Donald Trump, reinstauró la “política de Ciudad de México”, que prohíbe que fondos de los impuestos de los estadounidenses financien en el extranjero la eliminación de niños y niñas en el vientre materno. Un paso altamente positivo a favor de un derecho humano fundamental, como es el de la vida, de parte de una potencia mundial acostumbrada a promover esta práctica criminal –en sus diferentes formas– en países en vías de desarrollo.
Y vale un ejemplo. En los últimos años, la administración de Barack Obama destinaba más de 500 millones de dólares anuales a la organización Planned Parenthood –investigada y acusada por el manejo y comercialización de tejidos y órganos de bebés abortados–, una de las internacionales del sector más poderosas del mundo, con fuerte influencia en América Latina, incluyendo Paraguay, a través de oenegés y entidades que trabajan en programas de planificación familiar y salud sexual y reproductiva, y que directa o indirectamente reciben sus aportes y aplican sus cuestionadas políticas contra la vida humana.
Se estima que unos 8 millones de niños fueron asesinados legalmente durante el Gobierno de Obama, quien también impuso la Ley de Asistencia Asequible, conocido como Obamacare, que exige a los médicos realizar interrupciones de embarazos, así como operaciones de cambio de sexo, incluso aunque vaya en contra de la propia conciencia de los profesionales.
Dejar de promover servicios que faciliten la destrucción del niño por nacer, y redistribuir esos fondos hacia centros de salud comunitarios que ayudan a las mujeres necesitadas de apoyo para el nacimiento de sus hijos, es una decisión altamente positiva para cualquier sociedad –pues reconocer que la vida humana es intocable en cualquier condición siempre construye–, aunque sea políticamente incorrecta, como bien lo demuestra la reacción de la mayoría de los medios que solo hablan del “monstruo” de Trump.
Aquí no se trata de apoyar su triste muro con México, dejar de criticarlo o creer que es un ángel, sino de cuánto uno es capaz de valorar una medida buena, aunque provenga de él, un personaje cuestionable, con una imagen mediática negativa. El desafío para la opinión pública es el reconocer esto positivo de un presidente arrogante, odiado por las agencias de noticias y artistas de Hollywood. ¿Es posible? ¿Es justo? ¿Corresponde a la verdad?
No es cosa fácil. Pero quizás valga la pena el ejercicio de aprender a “mirar los dientes blancos en el perro podrido”, como bien lo expresara el pensador y teólogo L. Giussani, quien además recordaba que “una vida humana vale más que el mundo entero”.