En El rey se muere, la obra teatral de Eugene Ionesco, Berenguer es un tirano que no desea morir, que se cree eterno a pesar de su implacable agonía y que quiere persistir mediante el artificio del lenguaje. Estrenada en 1962, es uno de los alegatos dramáticos más intensos contra el deseo de inmortalidad de un monarca, expuesto mediante su propio discurso hecho parodia.
Casi treinta años después, Augusto Roa Bastos dio a la imprenta El fiscal. En ella un escritor paraguayo, exiliado con nuevo nombre y nueva cara, Félix Moral, recibe en Francia la invitación para participar de un Congreso que será inaugurado en Asunción por el Tiranosaurio, el dictador Alfredo Stroessner. Moral quiere hacer honor a su apellido: erigirse en fiscal acusador y juez de los crímenes del déspota, y envenenarlo durante el saludo inaugural a los protagonistas del cónclave. A él asisten, siempre en el territorio de la ficción, reputados escritores y científicos. Entre ellos está Eugene Ionesco.
Una de las actividades paralelas del encuentro es visitar el Cerro Lambaré, en donde había en la realidad una estatua del dictador. En un arranque distintivo del teatro del absurdo, Ionesco se prosterna ante la hierática figura jurásica y le besa los pies. "¿Por qué se agachó usted a besar los pies del tirano?”, le pregunta alguien. “No me agaché yo. Los pies del tirano subieron hasta mi boca y me hizo tragar todos los dientes”, responde inconmovible.
La escena es simbólica. Un Stroessner estatuario le da una patada imaginaria al hombre que escribió sobre el mundo moribundo de un tirano como él, decadente también pero, a diferencia del héroe irracional de Ionesco, incapaz siquiera de percibir su devastación a fuerza de mediocridad militante, la más peligrosa de todas. Cuando Roa Bastos imaginó la escena, ya esa estatua había sido removida y reducida a escombros, como símbolo de la destrucción de una etapa barbárica y colorada de la historia paraguaya.
El stronismo fue una usurpación fraguada en mayo de 1954. Fue el crimen. Fue el despojo. Fue la corrupción. Fue la muerte. No hay placa alguna que borre esa realidad. No hay placa alguna que no contrabandee su sentido cuando se ha edificado sobre esas bases. Por ello, no hay placa alguna que deba mantenerse en las paredes de ninguna institución pública. Porque el rey se muere siempre, pero solo sus acólitos se niegan a considerarlo muerto. Porque las estatuas y las placas, como a Ionesco, nos patean en la cara su reino de espanto. Porque ya decía el viejo Marx que la historia se repite dos veces: la primera como tragedia, la segunda como farsa. Esa farsa es la que se resiste a morir bajo la forma de un neostronismo que no se reivindica stronista pero que tiene todas sus señas de identidad y que, en algún momento, tal vez querrá que la historia se repita, otra vez, como tragedia.