Si uno no puede elegir entre variables atractivas, queda preso de la frustración, la nostalgia y la parálisis. Esta sensación se ha instalado en los electores paraguayos que miran con desdén, perplejidad y desprecio unas elecciones que debieran marcar el ingreso triunfal de una generación nueva que cambie la política y su manera de gestionar el interés común. Abundan los antiguos nombres y los que pretenden ingresar como opciones suman solo la variable de no haber estado nunca antes en política, como si eso fuera por sí misma una marca de excelencia. La política paraguaya ha sido secuestrada por la desconfianza y no son de extrañar los grandes costos que serán necesarios erogar para mover a la gente.
La misma ausencia de alternativas sirve para que la inmovilidad o el estatus quo se mantenga. Nada nos hace presumir que veremos un país más equitativo, justo, educado, sano o con oportunidades, cuando se asume que la inercia es lo único que se puede mover en medio del quietismo que se instaló junto con el deseo reeleccionario de Cartes y de Lugo. Este acontecimiento luctuoso y triste de nuestra historia democrática hubiera servido para sepultar la vieja política y los gastados políticos; sin embargo, ante la falta de opciones, han vuelto a emerger los magos viejos para volver a distraer con sus trucos gastados a un cansado auditorio. Por un lado, se pusieron de acuerdo los de la mayoría coyuntural para poner a Lugo de presidente del Congreso, y este empujó el impuesto a los sojeros y la condonación de deudas a los campesinos. No les importa en realidad nada de lo que pueda pasar con ambos temas cuando la cuestión era volver a emerger procurando olvidar que habían sido parte de la gavilla de los 25 que votaron en la siesta paraguaya casi el anochecer de la democracia. Se colgaron los liberales de Llano para dar la impresión de que no son peones del oficialista cartista y estos eligieron a Peña para descolocar a propios y extraños. Con estos movimientos tectónicos buscaron arreglar el escándalo que significó la quema del Congreso y el asesinato de Rodrigo Quintana.
La conclusión más gravosa de todo es que esta repartición de roles en una misma pieza teatral ya ampliamente representada ha traído consigo la reafirmación de que la vieja política criolla no pretende dejar espacios a los que todavía no encuentran una manera de desplazar a los antiguos. Repiten el mantra de la unidad en el intento de creer que por solo enunciarla será suficiente para alcanzar la alternancia o la continuidad. Se probó con Lugo y no funcionó, además con los colorados todos saben que eso solo sirve para alcanzar el poder, pero en el fondo no mejora nada ni al interior del partido, que tiene que contentarse hoy con un candidato oficial que sigue siendo liberal y que cree que por vestirse de rojo adquiere el dogma de Bernardino Caballero. Está tan perdido que no sabía que “Dios, patria y familia” era el grito fascista con el que se acallaban las voces divergentes en tiempos totalitarios. Cartes luce tan desconcertado que le adjudica a Dios el rol de haberlo hecho descabalgar y de aupar a Peña como candidato oficial.
Se necesita sacudir el cotarro. Cualquiera con capacidad de construir un discurso convincente, agruparse y sostener la marcha puede alcanzar el gobierno, porque ahora lo que domina es la ausencia de opciones.