Hasta hace algunos años era impensable que trascendieran los casos de abuso sexual a niños y adolescentes por parte de sacerdotes y obispos. Si en una comunidad todos sabían, se hablaba por lo bajo del tema. Nadie se atrevía a plantear alguna acción al respecto. Era un asunto prohibido, a pesar de la existencia del hecho y del irreparable daño a las víctimas. La regla era el silencio, “por lo delicado” que resultaba, ante todo, para la Iglesia.
Esta actitud de ocultamiento de la verdad y de querer tapar el sol con un dedo generó una profunda y amplia trama de impunidad institucional que en gran medida, pese a algunas señales positivas, continúa.
Recuerdo que como 6 años atrás, cuando publicamos en Última Hora en más de una entrega casos de curas denunciados por pederastas en Ciudad del Este y en otros puntos del país, varios referentes de la Iglesia me reclamaron por qué me ocupaba de sacar a la luz hechos como estos que –según intentaron convencerme– eran más para los diarios sensacionalistas. Como si el informar sobre los escándalos sexuales protagonizados por los curas automáticamente convirtiera en irresponsable a un periodista, y al medio, en amarillista. No importaba cuán graves fueran los casos denunciados ni el que por las acciones de algunos religiosos hubiera personas sufriendo; o que se estuviera alentando así el permanente acecho de los “lobos vestidos de cordero”.
El profundo respeto que se tiene a los pa’i sigue vigente en el Paraguay (el pa’ima he’i). Más aún, en los pueblos del interior, donde normalmente gozan de total credibilidad y autoridad, y son vistos como seres humanos excepcionales que no cometen errores y que controlan sus necesidades afectivas y debilidades. Por eso, cuando surgen alguna denuncia de acoso o de abuso sexual, normalmente se duda de los denunciantes y, aun cuando las pruebas resulten irrefutables, es preeminente reducir el impacto negativo en la imagen de la Iglesia. La comunidad afectada por la inconducta del cura termina dividida y las víctimas se llevan la peor parte.
Por eso es sumamente importante que hoy haya personas dispuestas a romper el silencio. Por eso es importante que desde el propio Vaticano, aunque haya tardado tanto, por fin decidieron romper con este esquema de silencio social y encubrimiento institucional. Por eso también es sano que en el Paraguay la Conferpar, primero, y, ahora, la Conferencia Episcopal cuenten con un protocolo o guía de actuación para casos de abusos a menores, y que se sometan a la Justicia Ordinaria. El fin de la impunidad, que parece haber llegado, sabe a justicia divina.