Si somos lo que hablamos, tenemos que saber lo que en verdad decimos.
Cuando te sueltan un resignado “no hay tu tía”, no te recuerdan a la ausencia de la ancha hermana de tu madre, sino de un antiguo ungüento denominado atutía. Este remedio supuestamente curaba todo, y si no funcionaba, moría toda esperanza.
Pero si estás dispuesto a conseguir lo que quieras al precio que fuera te dirán “al que quiere celeste que le cueste”. Y no es una prenda de tal color. Se refiere a que en el Renacimiento uno de los minerales más difíciles de hallar y, por ende más costoso, era el lapislázuli, con el cual se hacía un exquisito azul de ultramar. Este se mezclaba con el blanco y se obtenía el pretendido y pretencioso celeste.
“Gozar de la fresca viruta” es el sueño de cualquier politiquero de morondanga. Para los ambiciosos desprevenidos, hay que aclarar que no se refiere a la plata malhabida. Antiguamente se rellenaban los colchones con láminas de madera que son grandes aislantes del calor. Entonces, al descansar se gozaba de ellas, independientemente de si eras o no un funcionario ladrón.
Los animales también sufren de la ignorancia. Más de uno buscó un micifuz al mentar “acá hay gato encerrado”. En el siglo XVI y XVII se llamaba gato en España a la bolsa donde se guardaba el dinero. Para prevenir estos gatos eran llevados a escondidas entre las ropas o guardados lejos de los ambiciosos, por eso los desconfiados siguen buscando “gatos encerrados”.
Que “las paredes oyen” no es mera retórica. Catalina de Médicis, esposa de Enrique II de Francia, literalmente puso orejas a los muros de sus palacios. Allí instaló sistemas acústicos para enterarse de las trampas de la guerra religiosa que asolaba su reino.
Aparte de los impuestos y la muerte hay una cosa de la cual nadie se salva. En los países nórdicos los gobernadores de las comarcas tenían el derecho de elegir cualquier mujer de su dominio. Cuando este visitaba la casa y a la amante elegidas (no importaba la condición amorosa), se colocaba en la puerta una cornamenta de alce para que todos supiesen que el insolente mandamás estaba por allí, porque era una cuestión de orgullo.
El emperador romano Alejandro Severo castigaba a los que se hacían pasar por amigos de los poderosos para vender falsos favores de ellos. Eran atados a postes y a sus pies ardía yesca fresca que echaba mucho humo. Y el pregonero decía “muera por el humo el que vende humo”. Pese a ello, la triste oferta de los vendehúmos nunca paró.