«¿Por qué puso el Señor esta parábola? –pregunta San Agustín–. No porque el siervo aquel fuera precisamente un modelo a imitar, sino porque fue previsor para el futuro, a fin de que se avergüence el cristiano que carece de esta determinación»; alabó el empeño, la decisión, la astucia, la capacidad de sobreponerse y resolver una situación difícil, el no dejarse llevar por el desánimo.
Los hijos del mundo parecen a veces más consecuentes con su forma de pensar. Viven como si solo existiera lo de aquí abajo y se afanan en ello sin medida. Quiere el Señor que pongamos en sus cosas –la santidad personal y el apostolado– al menos el mismo empeño que otros ponen en sus negocios terrenos; quiere que nos preocupemos de sus asuntos con interés, con alegría, con entusiasmo, y que todo lo encaminemos a este fin, que es lo único que vale la pena.
Ningún ideal es comparable al de servir a Cristo, utilizando los talentos recibidos como medios para un fin que sobrevive más allá de este mundo que pasa.
Al terminar la parábola nos recuerda el Señor: Ningún criado puede servir a dos señores, pues odiará a uno y amará al otro, o preferirá a uno y despreciará al otro. Y concluye: No podéis servir a Dios y al dinero. No tenemos más que un solo Señor, y a Él hemos de servir con todo el corazón, con los talentos que Él mismo nos ha dado, empleando todos los medios lícitos, la vida entera. A Él hemos de encaminar, sin excepción, los actos de la vida: el trabajo, los negocios, el descanso...
El cristiano no tiene un tiempo para Dios y otro para los negocios de este mundo, sino que estos deben convertirse en servicio a Dios y al prójimo por la rectitud de intención, la justicia, la caridad. Para ser buen administrador de los talentos que ha recibido, de la hacienda de la que debe dar cuenta a su señor, el cristiano ha de saber dirigir sus acciones a promover el bien común, encontrando las soluciones adecuadas, con ingenio, con interés, con «profesionalidad», sacando adelante o colaborando en empresas y obras buenas en servicio de los demás, teniendo la seguridad de que su quehacer vale más la pena que el negocio más atrayente.
Son los laicos «los que han de intervenir en las grandes cuestiones que afectan a la presencia directa de la Iglesia en el mundo, como la educación, la defensa de la vida y del medioambiente, las garantías en el pleno ejercicio de la libertad religiosa, la presencia del testimonio y del mensaje cristiano en los medios de comunicación social. En estas cuestiones deben ser los mismos seglares cristianos, en tanto que ciudadanos y a través de todos los cauces a que tienen legítimo acceso en el desarrollo de la vida pública, quienes deben hacer oír su voz y hacer valer sus justos derechos». Así servimos a Dios en medio del mundo.
El papa Francisco al respecto del evangelio de hoy dijo: “Este administrador es un ejemplo de mundanidad. Alguno de ustedes podrían decir: ¡pero este hombre ha hecho lo que hacen todos! Pero todos, ¡no! Algunos administradores de empresas, administradores públicos, algunos administradores de gobierno... Quizá no son muchos. Pero es un poco esa actitud del camino más corto, más cómodo para ganarse la vida.
En la parábola del Evangelio, el patrón alaba al administrador deshonesto por su ‘astucia’. La costumbre del soborno es una costumbre mundana y fuertemente pecadora. Es una costumbre que no viene de Dios: ¡Dios nos ha pedido llevar el pan a casa con nuestro trabajo honesto! Y este hombre, administrador, lo llevaba pero ¿cómo?
¡Daba de comer a sus hijos pan sucio! Y sus hijos, quizá educados en colegios caros, quizá crecidos en ambientes cultos, habían recibido de su padre suciedad como comida, porque su padre, llevando pan sucio a casa, ¡había perdido la dignidad! ¡Y esto es un pecado grave! Porque se comienza quizá con un pequeño soborno, ¡pero es como la droga eh! La costumbre del soborno se convierte en dependencia.
(Del libro Hablar con Dios, de Francisco Fernández Carvajal, y http://es.catholic.net )