Nuestro Señor mostró siempre su infinita compasión por los enfermos. Son innumerables los pasajes en los que Jesús se movió a compasión al contemplar el dolor y la enfermedad, y sanó a muchos como signo de la curación espiritual que obraba en las almas. Ha querido también que, como sus discípulos, le imitemos en una compasión eficaz hacia quienes sufren en la enfermedad y en todo dolor.
Cuando el Señor nos haga gustar su Cruz a través del dolor y de la enfermedad, debemos considerarnos como hijos predilectos. Puede enviarnos el dolor físico u otros sufrimientos: Humillaciones, fracasos, injurias, contradicciones en la propia familia... No debemos olvidar entonces que la obra redentora de Cristo se continúa a través de nosotros. Por muy poca cosa que podamos ser, nos convertimos en corredentores con Él, y el dolor –que era inútil y dañoso– se convierte en alegría y en un tesoro.
El dolor, que ha separado a muchos de Dios porque no lo han visto a la luz de la fe, debe unirnos más a Él. Y debemos enseñar a los enfermos su valor redentor. Entonces llevarán con paz la enfermedad y las contradicciones que el Señor permita, y las amarán, porque habrán aprendido que también el dolor viene de un Padre que solo quiere el bien para sus hijos. Acudimos a nuestra Madre Santa María. Ella, “que en el Calvario, estando de pie valerosamente junto a la Cruz del Hijo (cfr. Jn 19, 25), participó de su Pasión, sabe convencer siempre a nuevas almas para unir sus propios sufrimientos al sacrificio de Cristo, en un ofertorio que, sobrepasando el tiempo y el espacio, abraza a toda la humanidad y la salva”.
Pidámosle que el dolor y las penas –inevitables en esta vida– nos ayuden a unirnos más a su Hijo, y que sepamos entenderlos, cuando lleguen, como una bendición para nosotros mismos y para toda la iglesia.
(Del libro Hablar con Dios de Francisco Fernández Carvajal)