La noticia de que la Cámara de Senadores pretende gastar más de mil millones de guaraníes en bocaditos, jugos y almuerzos causó rabia e indignación en la ciudadanía, y con justa razón, en un país en donde el Estado dice no tener recursos ni para arreglar los techos de las escuelas o proveer de medicamentos a los hospitales.
“Hay problemas más graves”, justificaba un parlamentario ante el reclamo periodístico, y es cierto, los hay, pero el despilfarro del dinero de todos también debe ser considerado importante.
Y este caso –que no es el único, pues prácticamente todas las instituciones públicas siguen la misma lógica–, es la muestra de una serie de privilegios, muchos de ellos hasta inexplicables, del que gozan los parlamentarios, y que, a la postre, es también el reflejo de lo desvirtuado y desenfocado que se encuentra tan digno cargo electivo, hoy solo aspirado por el jugoso salario, el estatus político y el tráfico de influencias que otorga. Muy pocos lo buscan para realizar o promover un verdadero servicio, o si lo hacen, con el tiempo el poder los va cambiando.
El Parlamento es una figura clave dentro de una democracia sana. Sin embargo, si esta institución y sus integrantes se burlan de la gente promoviendo o callando este tipo de derroches, su esencia comienza a quebrarse, y con ella también esa misión que tiene de cuidar los intereses de la ciudadanía y acompañar la buena administración de los recursos del país.
¿Se necesitan tantos privilegios para cumplir la tarea de legislar y fiscalizar? ¿Por qué razón la gente que paga sus impuestos debe financiar el almuerzo de sus representantes, quienes tienen ingresos superiores a los G. 30 millones mensuales? ¿Hasta qué punto corresponde que estos representantes del pueblo pueden autoasignarse salarios millonarios sin ningún tipo de control ciudadano o de la sociedad civil? ¿Quién controla el uso de sus vales de combustibles o la utilidad de costosos viajes? Las preguntas son numerosas.
Y el problema de fondo sigue siendo la persona, aquella que colmada de ambición y avaricia, olvida su dignidad y termina vendiéndose por unas monedas de oro. Es el ser humano que, envuelto en una burbuja irreal de poder transitorio y falsos reconocimientos, se aleja de las necesidades concretas de la gente, y hasta de los reclamos de su propia humanidad; ese grito de la conciencia que nunca calla.
La figura del parlamentario está en decadencia. Por ello, urge incentivar la participación en la arena política de personas idóneas, con ideales y valores humanos, capaces de ser autocríticas con su tarea, la misión asumida y hasta con los privilegios que le otorgan.